En el Hospital Rivadavia, el capellán y las voluntarias de Cáritas acompañan espiritualmente a los pacientes y sus familiares.
1
Dentro del hospital Rivadavia, en un terreno elevado por encima del playón donde estacionan autos y ambulancias, se destaca la parte de atrás de una capilla rodeada de pasto por tres de sus lados. En esta mañana gris parece como si flotara, al igual que un castillo encantado, sobre los stands de vacunación e hisopado para Covid-19. Los
bloques de piedra de su estructura se asoman tras unos grandes árboles. En sus muros tiene unos vitraux con forma de cerradura protegidos por gruesas rejas de color negro. Parece un mausoleo y está coronado por una estatua de Cristo que mira hacia abajo con los brazos abiertos como si quisiera cobijar a los enfermos, a las personas cansadas que pasan en bondi por Avenida Las Heras, a los tacheros y a la gente que viene y va con algún oscuro secreto o una tristeza indefinida. También tiene sus brazos para descanso de las palomas que lo ensucian todo durante sus vuelos. En las paradas de colectivos que pasan por el frente alguna que otra persona se detiene para leer los carteles pegados por la Asociación de Médicos Municipales de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires que denuncia “700 días de pandemia sin ser reconocidos”. Exigen por ello “más salario y mejores condiciones laborales”.
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Un hombre camina hacia la capilla. Como la encuentra cerrada roza la puerta con la punta de los dedos como si quisiera impregnarlos de paz.
Frente a la capilla una señora, rodeada de bolsas blancas con sus pertenencias, aguarda sentada en un banco. Como el otoño ha empezado con frío y lloviznas, está emponchada con una campera violeta y un gorro de lana del mismo color.
–Creo que a esta hora suele estar abierta.
Aparece un hombre alto y canoso que abre el recinto. Es Juan Stegman, ex periodista que coordina el grupo de oración de la “Casa Azul”, espacio que funciona dentro del hospital. Allí, en un trabajo silencioso y sin publicidad, le dan de desayunar a unas ochenta personas.
Una señora mayor, que camina con su nieta de la mano, por fin encuentra la capilla. La reconoce por las palabras “Ave María” escritas sobre la entrada. Antes de ingresar lee la larga dedicatoria escrita en una placa dorada: “A las hermanas de caridad, hijas de María Santísima del Huerto al cumplir el centenario de su actuación en esta casa. 1859-1959. Asociación médica del hospital Rivadavia”. Al informarse del carácter centenario del recinto, ingresa con un sentimiento revigorizado. A su derecha, junto al
confesionario, hay un Cristo Crucificado sin clavos que es observado dolorosamente por la virgen María y por María Magdalena. Las tres estatuas están iluminadas por un tubo de luz blanca que les da un aspecto sobrenatural. La abuela lee el cartel colocado a los pies del Hijo crucificado: “Cristo desde la cruz dice: No son los clavos los que me sostienen sino el amor que te tengo”. De repente se siente un poquito mística y posa sus
manos sobre los pies del Cristo para que la escuche: “Te pido por mi hija. Estamos esperando el resultado de la biopsia”.
Entretanto una mujer de unos cincuenta años ingresa con pasos enérgicos. El sweater rojo define su temperamento. Se detiene ante la estatua de la Inmaculada Concepción. Mónica, que viene de Pilar y es católica aunque no va a misa, le pide a la Virgen por su esposo que tiene cáncer y al que recién le hicieron una punción. Se lleva la mano a la boca y como si encerrara un beso en el puño se lo lanza con amor. Su esposo, que está afuera, no es una persona creyente: “él me espera, me respeta. Yo le digo que voy a saludar a mi virgencita”.
Ahora entra Lydia apoyándose en su bastón. Se detiene delante de las estatuillas de San Expedito y de San José colocadas sobre un estante a la altura de los ojos. Apoya su mano libre sobre el santo legionario. Hoy tuvo que venir de urgencia a la guardia médica donde le aplicaron corticoides. Siente que sus movimientos son más lentos y pesados. Incluso la voz interior con la que dialoga con el santo se ha hecho más dificultosa. “Gracias San Expedito. Gracias porque se me fue este dolor de columna”. Hace tiempo le diagnosticaron una artrosis generalizada y sus huesos le duelen “hasta las puntas de los pies”. Toca el rostro de San José y camina hacia el frente de la capilla. A su izquierda hay una foto de Santa Nazaria Ignacia. No la conoce. Piensa “si yo no fuera creyente no viviría por todas las cosas que me pasan y que me han pasado”. Camina despacito con la ayuda de su bastón hacia el retablo lateral donde está Jesús con sus brazos abiertos y el corazón afuera. Esos metros son larguísimos así que se detiene cada vez para observar los vitraux en los que predominan las advocaciones de la Virgen. Los colores la animan: azul, rojo, blanco, verde manzana, violeta y dorado. Todas las mañanas se da una ducha para aflojarse y reza durante dos horas. Reza por el mundo, por la familia y por las personas que tienen dificultades. “Soy muy así –se dice a sí misma- no hago más que orar”. Hoy, sin embargo no pudo hacer ninguna de las dos cosas. Pero por suerte ya la atendieron y consiguió un turno con un especialista. Por fin llega ante la imagen de Jesús. Delante del Salvador se acuerda de uno de sus hijos: el que es licenciado en enfermería, bombero voluntario y trabaja en una terapia intensiva de Ushuaia. Siempre le está pidiendo que rece por algún paciente y ella lo hace junto a su grupo de oración de la iglesia Nuestra Señora de Caacupé frente al parque Rivadavia, en Caballito. Una mujer y un hombre pasan detrás de ella y se sientan adelante. Lydia, por enésima vez, le agradece a Jesús –como hace siempre que encuentra una imagen suya- porque pudo desvivirse para que sus hijos puedan ser profesionales. Porque, como ella misma suele reconocer: “no tuve oportunidad de estudiar”. Se Hace la señal de la cruz y sigue hasta la estatua de la Inmaculada Concepción. Admira su aureola de doce estrellas y el manto azul que viste sobre otro blanco. Posa su mano sobre las de la virgen. Le pide que la Pascua, con la resurrección de Jesús, “nos haga reflexionar” y compartiendo sus sentimientos con María piensa en “esos chicos que están pasando hambre” y se pregunta: ¿qué pensarán de la crueldad de los adultos y de sus padres? Recuerda ante la virgen a su bisabuelo español que siempre le dio su consejo firme. Sin entender este mundo conflictivo le confiesa a la Virgen María que, a pesar de lo difíciles que fueron su infancia y su adolescencia, “no reniego contra nadie” y “trato de que la gente no se odie”. Y se pregunta: si hay en el mundo cuatro o cinco guerras más, ¿por qué ésta entre Rusia y Ucrania es más importante? Y le cuenta a la Virgen, para enseñarle que está informada: “A los palestinos los bombardea a cada rato Israel cuando se les parece”. Y se hace muchas otras preguntas filosóficas: “¿Pero no aprendimos nada con la pandemia y con los médicos tratando de salvar vidas?”,
“¿Una guerra? ¿En esta época?”. Lydia, que ya no mira televisión por “los periodistas diciendo barbaridades”, reflexiona acerca de la ética profesional del periodista: “¿Para qué estudian? ¿Para qué se forman?”. Y aprovecha, ante la Virgen, para lanzar sus dardos a los poderosos y entiende que el problema está en “el billete”. Ella lo entiende así: “Yo necesito la plata. Soy jubilada. Trabajé desde los 14 años. La necesito para vivir. Y mis hijos todos son laburantes. Hay que tener ambición en la vida. Una ambición desmedida no. Tienen tanta plata. No van a vivir 1000 años. Ni 100 van a vivir”.
3
Son las diez y media de la mañana. Una mujer de pelo negro y largo ingresa en la capilla acompañada por unas cinco personas. Son laicos de la “Casa Azul” dedicados a la oración. Esta mujer, que trae puesto un abrigo negro de lana, invita a realizar la Coronilla de la Misericordia a quienes ya estaban en la capilla. La mujer sigue de largo y se arrodilla en el suelo en medio del pasillo central. Las mujeres y el hombre, que forman parte de este grupo, ocupan los bancos próximos a su directora. Algunas personas se acercan por curiosidad. Si bien no son conocedoras de las tradiciones católicas, ven una ocasión de hablarle a Dios, a viva voz, a través de esta fórmula ritual.
La directora del grupo explica, para los que no lo saben, que la devoción fue comunicada por Jesús, a principios del siglo XX, a la mística y santa católica María Faustina Kowalska con las siguientes palabras: “Hasta el pecador más empedernido, si reza esta coronilla una sola vez, recibirá gracias de mi misericordia infinita”.
La fórmula unifica las voces en una esperanza común. Para las personas que van a practicar la devoción por primera vez ya no se trata de la necesidad catártica de exteriorizar la angustia propia de todo contexto hospitalario. La tranquilidad pasa por formar parte de esa conciencia colectiva donde cada persona es acompañada por el mismo Dios Todopoderoso: las gracias derramadas sobre innumerables creyentes antes que ellos están a tiro de una conversión de corazón.
Comienzan la coronilla. Los que no la saben siguen al resto. Extraño fenómeno por el cual durante la oración comunitaria, a diferencia de la individual, la actividad hospitalaria se vuelve más presente, como si el oído colectivo se hiciera más sensible. La mujer de pelo negro continúa, con la frente apoyada en el suelo al igual que un musulmán:
-Vamos a orar también por todos los enfermos, por nuestras familias y por todos los que atraviesan situaciones difíciles ya que Jesús le prometió a todos la vida eterna… También se pide por los pecados y omisiones “de los que gobiernan las naciones: del presidente de Rusia, del presidente de Ucrania y los de todo el mundo”; por los pecados y omisiones “de todas las almas que están partiendo”; por “las parejas que abortan, los niños no nacidos y los que ayudan a abortarlos”; por “la Santa Iglesia, las Jerarquías de la Iglesia y el Santo Padre”; y, finalmente, “por todas las almas que están atrapadas en el Maligno”.
4
Mientras el grupo de la Casa Azul y el resto de la asistencia siguen rezando el padre Osvaldo prepara todo para la misa. Entra y sale de la sacristía. Coloca una mesa con dos dispensadores de alcohol en gel. Cubre el púlpito con un paño de color violeta. Encima del paño, con cinta scotch, pega un folleto invitando a los fieles a la “séptima marcha
por la vida”. Acomoda una imagen de la virgen de Fátima sobre una baranda. Una figura vestida de blanco que, de lejos, parece un fantasma.
El padre Osvaldo, a las once de la mañana, comienza:
–No sé si algunos lo saben pero hoy celebramos la solemnidad de la anunciación del ángel Gabriel a la Virgen María.
Y agrega, para explicar el contexto mundial de la celebración:
–Hoy el Papa Francisco va a consagrar a Rusia y a Ucrania –las dos naciones que están en guerra- al Inmaculado Corazón de María. Lo va a hacer con todos los obispos del mundo. Los obispos argentinos lo harán a las 13 horas en la basílica de Luján. La mirada, que no interviene como sentido principal, actúa en momentos específicos. Como cuando los fieles levantan la vista hasta el retablo y deslizan sus ojos sobre las cinco efigies que lo coronan. Así la mirada traduce en presencia divina la palabra del sacerdote. Esas figuras, cuyas identidades no son fáciles de identificar a la distancia, son: Santa Teresita, San Antonio Gianelli, San José, San Roque y Nuestra Señora del Huerto.
Para los que no asisten a misa desde la época de la comunión resulta reconfortante escuchar nuevamente que Jesús es refugio de débiles y enfermos, además de esperanza de pecadores y defensor de los pobres.
Un hombre alto y delgado entra en la capilla y se sienta en uno de los bancos. Coloca sus codos sobre las rodillas y permanece mirando el suelo. La capucha impide que se pueda ver su rostro. Como es un viernes de Cuaresma, al finalizar la misa comienza el vía crucis que es el recorrido por los catorce cuadritos que en las iglesias y capillas representan los distintos momentos de la pasión de Jesucristo, desde que es condenado a muerte hasta su resurrección.
Durante todo el vía crucis este hombre, sentado en medio de la capilla, será el retrato de la aflicción. Nadie sabe si está enfermo o si es familiar o amigo de un paciente o si ha perdido a un ser querido. Su cuerpo está cubierto por espinas invisibles. Da a entender que le basta con oír la liturgia.
El padre Osvaldo, seguido de la mujer que porta la cruz, lee:
–Segunda estación, Jesús carga con su cruz…
Algunas personas imaginan la cruz sobre la espalda del tipo abatido e inmóvil. El capellán lee el Evangelio según San Marcos:
–Vistieron a Jesús con un manto de púrpura, hicieron una corona de espinas y se la colocaron. Después de haberse burlado de él…
La imaginación transforma al hombre encapuchado en arquetipo de un recogimiento radical.
Al finalizar el vía crucis la señora de campera violeta se acerca al desconocido. –¿Cómo estás?, pregunta acompañada por el sacerdote.
5
En la puerta de la capilla aparece un hombre bajito de unos cuarenta y pico de años. Pregunta si todavía está el padre.
–Sí, está adentro, contesta un muchacho que está leyendo la cartelera con la atención puesta sobre el folleto con el número telefónico del “Servicio Sacerdotal de Urgencia” que funciona de nueve de la noche a seis de la mañana. Piensa que ése es el horario cuando los fantasmas del pasado desencadenan dramas.
El padre Osvaldo está limpiando el piso con un lampazo. Ve que una persona se acerca hacia él. El olor a lavandina es penetrante.
El hombre bajito y el padre salen del recinto. Éste conduce a aquél cruzando en diagonal los jardines interiores e ingresan en otro pabellón hospitalario. Luego pasan por una puerta y suben unas escaleras que rodean a un ascensor antiguo utilizado únicamente por médicos, enfermeros, personas mayores o con dificultades para caminar.
En el primer piso el cura abre la otra capilla y suben un piso más. Cruzan una puerta de madera e ingresan en otra ala del edificio.
–Aguardame acá, dice el sacerdote y abre una puerta blanca con paneles de vidrio granulado. Al lado de la puerta un cartel con una cruz blanca sobre fondo celeste dice: voluntarias cáritas hospital rivadavia.
El padre Osvaldo sale.
–Te dejo con ella, saluda y se retira.
Detrás del sacerdote aparece Patricia, que es una de las voluntarias. –Dejame que te mire, dice la señora, para ver el talle. Entra y vuelve a salir con una campera.
–Muchas gracias, dice el hombre y se va.
Dentro, en una gran sala, funciona la base de operaciones de las voluntarias de Cáritas. De lunes a viernes, de 9 a 12 horas, las voluntarias, que son señoras y mujeres del barrio, recorren las salas del hospital para acompañar a los pacientes. Como el voluntariado es una responsabilidad viven en un radio de 15 a 20 cuadras, aunque algunas vienen de más lejos. Como explica Silvia, una de las voluntarias, “Cáritas es una entidad confesional. Así que nosotras lo que hacemos es acompañar, principalmente, en forma espiritual al paciente”.
Antes de comenzar la tarea se juntan alrededor de la gran mesa redonda de la sala. Primero leen el Evangelio, luego rezan un Padrenuestro y un Avemaría para pedirle al Espíritu Santo que las ilumine, y salen a trabajar: cada una se dirige a las salas que visita habitualmente. En términos de salud la situación de un paciente puede cambiar drásticamente de un momento a otro.
Estas mujeres realizan un acompañamiento espiritual cuyas principales misiones son escuchar y confortar. Esta confortación abarca también a los familiares del paciente. Como explica una de las voluntarias: “Conversamos con el enfermo y con la familia que también necesita contención. Son momentos de angustia. Cuando uno tiene un familiar enfermo también está muy preocupado”.
La escucha, en esta labor solidaria, es un acto importantísimo. Pero la misión también consiste en llevar a Jesucristo de modo que su presencia se extienda en el tiempo cuando el paciente está solo y ya no están las voluntarias o cuando las enfermeras van y vienen y los familiares ya se han marchado. En estos casos, como afirma una de las voluntarias, “les llevamos algún símbolo religioso”. Este símbolo puede ser una estampa, un rosario, algunas oraciones de la tradición católica cuya repetición ayude a sobrellevar momentos de angustia.
También la ayuda es material mediante la provisión de ropa y artículos de higiene. Todos estos artículos, incluso los medicamentos, llegan a Cáritas a través de donaciones.
Éste es un acompañamiento desde lo humano, más allá de lo puramente confesional. Patricia, que es una de las voluntarias, explica: “Yo creo que al enfermo Dios se le acerca mucho. Los que hemos pasado una enfermedad a veces hemos sentido esa presencia”. Para Silvia, en la misma línea que su compañera: “La enfermedad también te pone en una situación en la que uno empieza a buscar ayuda espiritual”. Muchos de los enfermos que visitan están graves. Una de las voluntarias comenta que: “Puede haber alguien que está negativo como a veces sucede en oncología”. También visitan a los pacientes judicializados que custodia la policía.
Por experiencia las voluntarias saben que llega un punto en que el enfermo acepta su situación y se prepara para lo que viene. Ése es un momento muy difícil donde la ayuda espiritual es imprescindible. Hay personas que no han sido creyentes pero que en esos instantes finales necesitan de la religión. Las voluntarias de Cáritas Hospital Rivadavia trabajan en estos casos con el capellán, que es el padre Osvaldo, cuya asistencia solicitan cuando un paciente está queriendo recibir un sacramento como puede ser la unción de los enfermos. Porque es cierto que puede ser el momento final de su vida, momento durante el cual los enfermos examinan toda su existencia. Esos son momentos donde las mismas voluntarias manifiestan que Jesús está con el enfermo y no porque lo crean sino porque así lo han percibido. En los casos terminales el sacerdote le da al paciente la absolución de toda su vida. Se le perdona todo lo que haya hecho y todo lo que haya sido. Como dice Silvia: “Eso da mucha tranquilidad y paz al enfermo”.
Aunque la enfermedad acerque a la espiritualidad, la sanación no necesariamente es física sino que consiste en aproximarse a la religión o en recuperar creencias que la persona poseía durante su infancia y que luego fue perdiendo. La religión, en estas circunstancias cruciales, da otras expectativas con relación a la enfermedad. Es por eso que muchos adultos son bautizados por el capellán Osvaldo.
Pero para atender espiritualmente a los enfermos es necesario reunir ciertas características. Por esa razón algunas voluntarias optan por ir a maternidad, donde hay nacimientos y pueden conversar con las madres y si alguna tuvo un hijo ayudarla con pañales y ropa. Como explica Silvia: “vos tenés que estar muy bien, muy nutrido espiritualmente para poder acompañar a otro que está en una condición tan delicada”. Desde su perspectiva no se trata de tener entereza sino de saber ejercer la escucha y esperar que el Espíritu Santo baje la palabra justa para ese enfermo. Esta práctica de acompañamiento religioso requiere, para ser asertiva a la hora de actuar, que la voluntaria se prepare. Por eso asisten a charlas que ofrecen médicos, psicólogos y sacerdotes. Recientemente, como cuenta Patricia, estuvo con ellas el padre Contepomi, que convivió con la madre Teresa de Calcuta.
Muchas veces hay gente que no cree o tiene otra religión lo cual no invalida la conversación ni el acompañamiento.
Sobre la relación con otros cultos que trabajan dentro del hospital, cuenta Silvia: “Incluso acá trabajan muchos grupos evangélicos. Trabajan otras instituciones que también se dedican al voluntariado. Y todos convivimos armónicamente. O sea, cada uno hace su tarea. Incluso a veces nos hemos ayudado mutuamente. Cuando hay una necesidad o lo resuelve un grupo o lo resuelve el otro. Eso no tiene importancia. Nosotros estamos para alivianar el sufrimiento”.
La mayoría de la gente internada, más o menos la mitad, en estimaciones de las voluntarias, viene del conurbano.
Hay fechas dentro de la iglesia católica, como Pascuas o Navidad, en las cuales se ven obligadas a redoblar el trabajo. Para estas celebraciones, si los pacientes no tienen nada grave, los familiares se los suelen llevar a sus hogares dos o tres días. Esos días son muy solitarios para los que quedan en las habitaciones. Cuenta Patricia: “Entonces con el sacerdote los visitamos con el Niño Jesús, se les da una bendición. Les hacemos la entrega de unos pequeños Jesuses en un pesebre chiquito. Ahora viene el domingo de Ramos que es el inicio de la Semana Santa y también les vamos a entregar un ramito de Olivo”. Agrega Silvia: “La gente reacciona muy bien, más allá de la religión que profese o si no cree en nada. Recibe nuestros presentes como algo más que los ayuda y que los hace sentir bien en ese momento”.
Cada enfermo es particular, es diferente, tiene su personalidad. Y, como Patricia le dice a las voluntarias nuevas: “cada una tenemos nuestro carisma. Cada una se acerca al
enfermo de una forma, le ofrece una cosa que otra no se lo da. Le da otra forma de ayudarlo. Es así”.
Diego Jaureguis