Por Eduardo Jozami *
Pocos días antes de morir, circunstancia que para un hombre de 87 años nunca es sorpresiva, Jorge Rafael Videla volvió a mostrarse ajeno a todo propósito de arrepentimiento, haciéndose, una vez más, responsable de todo lo que habían hecho sus subordinados. Este reconocimiento no supone un costo significativo para alguien que, a su edad, ha acumulado tantos años de cárcel, pero muestra cómo el dictador quiso ser recordado: no como alguien que puede acomodarse a las circunstancias –como él consideraba a su aborrecido Massera– sino como el cruzado que no abandona sus propósitos, en función de éxitos o fracasos, el soldado de una causa que, piensa Videla, no tiene por qué pertenecer únicamente al pasado.
No diremos que la actitud del dictador nos merece respeto, porque Videla pertenecía a esa categoría de personas, como Hitler, a las que uno sólo puede aborrecer, pero vale la pena reflexionar sobre las razones que fortalecen esa determinación. A mi juicio, no sólo el general degradado había comprendido que ningún arrepentimiento modificaría hoy su suerte, sino que creía seguir representando una corriente histórica del pensamiento argentino. Aunque no se privó de denunciar el abandono de los políticos y empresarios que, en buena medida, utilizaron a los militares golpistas como chivos expiatorios, Videla tenía buenas razones para pensar que había ganado un lugar en la historia de la derecha argentina.
En el enfrentamiento que había dividido al Ejército en los años ’60, Videla estuvo con la fracción colorada, en términos de John William Cooke, aquellos que eran gorilas y cipayos las 24 horas del día, a diferencia de los azules que sólo actuaban así cuando hacía falta. Oficial de infantería, tuvo la prudencia necesaria para seguir ascendiendo mientras reinaba en el Ejército el arma de Caballería. Después del ’73 llegaría a la jefatura de Estado Mayor, mostrando un supuesto sesgo profesionalista que lo preservó de comprometerse más con la aventura represiva de las tres A. Aparecía entonces una persona muy seria —(y bastante aburrida)—, lo que habrá contribuido también a ganarle cierta respetabilidad frente al cambalache de la gestión de Isabel y López Rega.
De este modo, se hizo creer a muchos que la toma del poder por los militares iba a terminar con la represión ilegal. Recuerdo que, en agosto de 1975, me crucé en el centro de Buenos Aires con un respetado intelectual de izquierda, quien me dijo que Videla estaría vinculado con el sector más progresista del radicalismo. Otros testimonios que he recogido más tarde confirman que esa versión y otras similares formaban parte de una campaña orientada a hacer más aceptable el golpe militar. Que hubiera algunos ingenuos dispuestos a creer esos rumores sólo puede explicarse en el enrarecido clima político de mediados de 1975. El violento estallido de la crisis peronista, la desacertada gestión de Isabel, el horror impuesto por las tres AAA, la idea de que sólo los militares podían reestablecer el orden, provocaron un desencanto generalizado y, en ese contexto, los militares no fueron recibidos como salvadores pero hubo quienes los consideraron entonces como el mal menor.
Videla ya había dado, sin embargo, pruebas de su vocación autoritaria. A fines de 1975, en dos discursos –ante la Conferencia de Ejércitos Americanos y en un vivac militar de Tucumán– había fijado un plazo al gobierno y anunciado la disposición de su comando a utilizar toda la fuerza que fuera necesaria. Entre los muchos secretos que el dictador se llevó consigo está el referido a la adopción de la metodología represiva que incluía la desaparición de miles de personas. Aunque no haya por qué creerle, parecen veraces sus declaraciones que muestran cuán general era la aceptación de ese diseño criminal por los altos mandos de las Fuerzas Armadas. No es arbitrario pensar que algo debe haber tenido que ver en la decisión de las desapariciones el general Alcides López Aufranc, pionero en la vinculación de los militares argentinos con los represores de Argelia, quien ya en 1974 había señalado su preocupación por el hecho de que se mantuviera con vida a los prisioneros, tal como había ocurrido durante la dictadura iniciada en 1966.
Cursillista y católico ferviente, Videla no tuvo reparos en reeditar el frente que en 1955 sumó a liberales y socialistas. Era, por sobre todas las cosas, un hombre de derecha, un militar de los que celebraron el centenario de la genocida Campaña del Desierto como una efemérides nacional indiscutida, un convencido de que no bastaba con reprimir si uno no estaba dispuesto a traspasar todos los límites, alguien que –como Martínez de Hoz– consideraba que la represión no podía alcanzar sus objetivos si no se transformaba esa estructura social de la que derivaban su fortaleza los movimientos populares argentinos.
Durante los años de impunidad, Videla debe haber alimentado su confianza en que, tarde o temprano, se avanzaría en alguna forma de reconciliación. Así lo planteó Carlos Menem y ése era también el pensamiento íntimo de De la Rúa. La emergencia del kirchnerismo le resultó por eso intolerable. Comprendiendo la importancia de los símbolos en política, Néstor hizo descolgar su cuadro como el mejor anuncio de la nueva época que se iniciaba. Allí estaba implícita toda la política de reparación, reformas profundas y expansión de derechos que después desarrollaron los dos presidentes Kirchner. Que haya muerto en la cárcel es también un símbolo de esta Argentina que hoy se atreve a hacer justicia. Pero su muerte no marca el cierre de ninguna historia. Por el contrario, nos recuerda cuánto nos falta aún avanzar con los juicios a los genocidas y con la política que logre la desaparición total de las marcas que en la sociedad argentina aún evocan dolorosamente al dictador.
* Director del Centro Cultural por la Memoria Haroldo Conti.
Para Página/12 del 19 de mayo de 2013