El virrey Juan José de Vértiz y Salcedo había construido en su época un teatro en el paraje denominado la Ranchería, en la plazoleta que pertenecía al antiguo Mercado central, o Mercado viejo, como se le solía llamar, frente a la Universidad (actuales calles Alsina y Perú). Fue inaugurado el 30 de noviembre de 1783. Funcionó en un galpón de techo de paja, habilitado hasta que se construyera un recinto definitivo, proyecto que nunca llegó a concretarse. Allí debutó en 1788 la actriz María Mercedes González y Benavídez, viuda y madre de tres hijos, quien debió recurrir a la justicia para poder ganarse el pan sobre las tablas, en función de la férrea oposición paterna. Allí también se estrenó un domingo de carnaval de 1789 la loa “La Inclusa” y el drama principal en cinco actos “Siripo” del poeta y periodista Manuel José de Lavardén, cuyo texto hoy perdido es considerado el comienzo del teatro culto nativo. De la misma época data una pieza considerada fundacional de la vertiente más popular de la escena nativa: “El Amor de la Estanciera”, sainete de autor anónimo y de ambientación campesina. Sus actividades finalizaron en 1792, cuando un incendio destruyó por completo sus instalaciones.
El Coliseo, que estaba situado donde luego funcionó el viejo Teatro de Colón (frente a la actual Plaza de Mayo, en el mismo solar que ahora ocupa la casa matriz del Banco de la Nación Argentina), se comenzó a edificar en 1804, siendo aquel paraje tan desamparado, que se le llamaba el Hueco de las Animas. Mientras se aprontaba aquel edificio, que debía ser construido a todo costo, se dispuso provisoriamente el Teatro Argentino en aquel mismo año 1804.
La obra del Coliseo se interrumpió estando ya colocados los tirantes y demás maderas del techo. En este estado, se incendió el martes de Carnaval de 1832, habiéndose manifestado el fuego en el depósito de maderas de una carpintería inglesa que estaba allí establecida, pagando arrendamiento al Estado por el local.
Por muchos años no tuvimos otro teatro o Casa de Comedias, como generalmente se llamaba, que el Argentino, situado frente a la iglesia de la Merced (Reconquista esquina Tte. Gral Perón); hasta que algunos años después de su construcción, notándose que la población no podía extenderse en dirección al río, y que crecía prodigiosamente al Oeste, Sud y Norte de la ciudad, se resolvió construir otro más céntrico, y se edificó el Teatro de la Victoria, por el año 33. Allí representó Lapuerta, actor español de mérito, asociado a Alejandra, buena actriz; se dieron algunas funciones en que alcanzó a trabajar, ya en una edad avanzada, Trinidad Guevara (1).
El Argentino fue, pues, por muchos años nuestro único teatro, que no fue, por cierto, un modelo arquitectónico. El frente, completamente destituido de todo ornato, ostentaba por entrada un portón de pino, más aparente, sin duda, para una cochera, que para un teatro; y como nada hay que ver aquí, visitemos el interior.
El proscenio tenía suficiente extensión para las representaciones de la época y para el personal de que se disponía. Las decoraciones, bastante pobres, fueron pintadas, en su mayor parte, por don Mariano Pizarro, argentino, que era también el maquinista del teatro. El telón de boca y cierto número de bastidores, eran obra de algún artista o aficionado extranjero que caía a la mano.
El alumbrado se hizo, por mucho tiempo, por medio de velas de sebo, y más tarde con aceite. Por más de un año, una fila de candilejas que corría a lo largo de la orquesta, sobre el borde del proscenio, ofuscaba la vista del espectador, solamente por no haber tenido la previsión de colocar una tabla, o cosa semejante, delante de ellas, que defendiese de la desagradable impresión de la luz y la arrojase sobre el proscenio. La fila de candilejas, a más, era permanente y fija, por consiguiente, el proscenio no podía obscurecerse cuando el caso lo requiriese, lo cual hacía ridículas algunas escenas. Las cortinas o cenefas color carmesí, que ocupaban la bóveda de la decoración, destinada a representar un palacio, por ejemplo, servía igualmente para figurar la bóveda del cielo en todos los jardines y bosques y aun en todas las tempestades.
En el centro y parte anterior del proscenio o las tablas, aparecía la garita, o lo que llaman la concha del apuntador. Este personaje, indispensable (y que lo fue por muchos años un señor Insúa), hablaba siempre en tan alta voz, que el espectador oía dos veces la pieza, una de boca del apuntador y otra de la de los actores.
A propósito de esta concha, recordamos una aventura del cantor Zappucci. Estaba éste en la mejor de un aria bufa, cuando en medio de sus cabriolas y entusiasmo, desapareció, verdaderamente como por escotilla, hundiéndose en la dichosa concha del apuntador. Dícese que, por el momento, algunos de los espectadores creyeron ser ésta parte de la oración: felizmente el actor no sufrió daño alguno.
La maquinaria no estaba muy adelantada en esa época; y en prueba de ello, veamos cómo se manejaban para subir y bajar el telón. Para subirlo, se colocaba uno o dos hombres de cada lado, en la parte más alta de la boca del proscenio, detrás del telón, entro las bambalinas; allí permanecían sentados. Cuando se hacía la señal para subir el telón, abandonaban su asiento, y bien asidos de las cuerdas, descendían al piso por su propio peso, haciendo, hasta cierto punto, el oficio de poleas; el telón subía en proporción que ellos bajaban. Aseguraban bien las gruesas cuerdas en unos postes destinados al efecto, y cuando querían que el telón bajase, soltaban las cuerdas, como quien suelta hilo a una pandorga, o como se va soltando con precipitación el balde al aljibe.
Al frente del proscenio se leía la siguiente inscripción: “Es la comedia espejo de la vida”.
La platea contenía, más o menos, 250 asientos. Unos bancos largos, muy estrechos, divididos por brazos, formaban las lunetas, cubiertas con un pequeño cojín forrado de pana. Las señoras jamás concurrían, como lo hacen algunas hoy, a esta parte del teatro: esta innovación, no tiene, en nuestra opinión, inconveniente, y aun ofrece muchas ventajas.
La entrada general valía diez centavos y las lunetas quince; costando algo menos cuando se tomaba por temporada, que creemos era de 10 funciones.
En nuestra juventud tuvimos –dice José Antonio Wilde- por mucho tiempo, luneta por temporada, y citamos este incidente trivial, sólo para recordar que a nuestro lado había un señor algo excéntrico (y no era inglés), que tenía, no una, sino dos lunetas; una para sí y la otra para su capote, su sombrero, sus gemelos y bastón. Este señor era alemán, y por lo que se ve, muy amigo de su comodidad.
En contorno de esta platea, en forma de herradura, 20 o 25 palcos llamados bajos, y, más o menos, otros tantos altos; éstos costaban tres pesos por función, y los bajos un peso. Cabían cómodamente seis asientos, pero el que tomaba el palco, tenía que mandar sillas o alquilarlas a la empresa, por un precio módico.
Las familias que ocupaban indistintamente los palcos, pertenecían, más o menos, a una misma clase de la sociedad, pero parece que eran preferidos los bajos, cuando se quería aparecer con trajes más sencillos.
Las señoras que ocupaban los palcos combinaban en su traje la elegancia y la sencillez. El cuello y el seno ligeramente descubiertos, cuanto para excitar la admiración sin ofender la modestia. A lo más, en cuanto a adornos, llevaban una cadena de oro al cuello; allá por el año 24 o 25, manga corta. Mientras no invadieron las peinetas monstruosas de Maculino (2), con las que este señor enriqueció, el pelo llanamente arreglado con una pequeña peineta, unas cuantas flores naturales o artificiales completaban el hermoso conjunto. Podía decirse con verdad: “Esa joven, en medio de su extremada sencillez, llevaba el lujo, el exuberante lujo del buen gusto y de la elegancia”.
En el centro de los palcos altos, frente al proscenio, estaba el palco del Gobierno, de dobles dimensiones que los demás, decorado con cenefas de seda celeste y blanco, siendo punzoes en tiempo de Rosas.
Muchos años pasaron sin que los palcos tuvieran puerta, y cuando llegaron a tenerla, la costumbre hacía que rarísima vez se cerrasen, fomentando así el hábito de apiñarse cinco o seis personas en la entrada del palco, obstruyendo el paso y obligando a los dueños o visitantes a esperar cada vez que querían entrar o salir, que se despejase la barra, cosa que se efectuaba generalmente de muy mala gana. A veces había uno o dos de estos intrusos parados dentro del palco mismo, con todo descaro, durante la representación entera.
La Cazuela, vulgarmente llamada aquí el Gallinero (que no tenemos conocimiento que exista en teatro alguno de Europa), estaba colocado más arriba aún que los palcos altos; es decir, como estaba el Paraíso en Colón, ocupado sólo por hombres, y como también existía en los teatros Alegría y Victoria, sirviendo exclusivamente para el sexo femenino. Allí se notaba más mezclada la concurrencia, viéndose algunas mujeres, aunque de color, muy señoronas, como se decía, en sus portes y modales. En efecto, entre las diosas de la Cazuela, había gente de todas las capas sociales, pero el modo de portarse era verdaderamente tan ejemplar, que hacía honor a nuestras costumbres.
Muchas señoras y niñas de las familias principales, iban, pues, una que otra vez a la Cazuela, cuando no querían vestir como para ocupar un palco. Las jóvenes, particularmente, tenían un gran recurso en la Cazuela; allí se daban cita dos amiguitas que habían inducido a sus mamás o a sus tías a que las llevasen, y hablaban largamente y con descanso de los asuntos, referentes todos al corazón, haciéndose recíprocas confianzas: allí se contaban los incidentes, los encuentros, las entrevistas, etc. Allí ofrecía una a la otra que la tarde o noche que fuese N. de visita a su casa, mandaría sigilosamente llamarla para que tuviese lugar un encuentro, al parecer, casual. ¡Cuántas cartitas se leían allí, que unas a otras se mostraban, en confianza, a pesar de la sonrisa maliciosa de Don Pepe de la Cazuela que todo lo pispaba! ¡Cuántas viejecitas de entonces recordarían esos inocentes entretenimientos!
Todo esto, como se comprende, era imposible, sujetas a la etiqueta del palco, y de ahí la preferencia que en ciertas ocasiones se tenía por la Cazuela.
La orquesta del Teatro Argentino, en sus primeros tiempos era pésima, pero mejoró gradualmente de un modo notable, debido a la incorporación de nuevos aficionados y profesores. Entonces constaba ya de 26 o 28 músicos. Ejecutaban algunas buenas piezas, pero su repertorio era muy limitado; sus progresos serios datan desde la época en que tomó su dirección el célebre maestro Massoni (3).
Algunas de las piezas dramáticas (comedias y tragedias) que por aquellos tiempos estuvieron más en boga, y cuyos títulos queremos consignar aquí, porque con la marcha destructora del tiempo, ni el nombre de algunas quedará, eran: El divorcio por amor, Los hijos de Edipo, El Abate de L’epée, El pintor fingido, La corona de laurel, Los hijos de Eduardo, La muerte de Riego, El médico a palos, La misantropía, La Condesa de Castilla, Marcela o cuál de los tres, El sí de las niñas, La precaución infructuosa, El hombre de la selva negra, El viejo y la niña; Arjía, Dido, tragedias del poeta argentino Juan Cruz Varela; Otelo, La mojigata, El desquite, El Cid Campeador, de Corneille; El Café o la Comedia nueva, de Moratín, y muchísimas otras, de entre las cuales, gran número están, hace mucho tiempo, consignadas al eterno olvido.
Se repetía con remarcable frecuencia Misantropía y Arrepentimiento, de Rostbue, pieza en que se notaban las bellezas y los defectos del drama alemán: mucha naturalidad, conocimiento íntimo del corazón humano, y el arte de conmover sin que aparezca el arte, pero una acción demasiado larga y la manía de hacer filosofar a todos los personajes.
Las demás piezas que citamos, y muchas más, cuyo título no recordamos, son, como se ve, de la escuela española y algunas traducciones del francés. Algunas piezas eran horriblemente mutiladas; otras, nos parece que no podrían representarse mejor en el día.
Mister Love (4) hablando de nuestro teatro (1825) dice: “Otelo suele darse de tiempo en tiempo, no el de Shakespeare, sino una traducción del francés, cuyos absurdos y mansedumbre no pueden soportarse con mediana paciencia por un inglés: busca uno en vano esas expansiones, esos arranques que embargan la imaginación y electrizan al espectador”.
Como se ve, el señor Love no abre juicio sobre la representación y se concreta a censurar una mala traducción. “Un caballero inglés -continúa el mismo escritor-, tradujo The wheel of fortune, de Cumberland (La rueda de la fortuna) y The Jew (El Judío) ambas piezas demasiado sentimentales para nuestro público”.
De vez en cuando aparecía o subía, como se decía técnicamente, y a beneficio del Maquinista Pizarro, alguna función de tramoya; es decir, representación en que se efectuaban transformaciones más o menos bien ejecutadas, arregladas por él, como Juana, la Rabicortona (5), en que se transformaba instantáneamente una cama en un armario, o cosa por el estilo; o el Diablo Predicador (6), en que una figura de cartón representando a Fray Antolín, pasaba volando hasta el campanario de una iglesia que aparece al lado opuesto del escenario, cuando no quedaba a medio camino enredado en los hilos; cosa que, dicho sea en honor del tramoyista, sólo sucedió dos, o a lo más, tres veces.
El público no podía, ciertamente, esperar en aquella época cosa alguna que ni aun remotamente se aproximase a la perfección en el arte, careciéndose de modelos. Verdad es que, la gran maestra del drama es la Naturaleza, pero se necesita quien la encamine hacia la perfección del arte.
De esto, pues, carecían nuestros actores o cómicos, como entonces se les llamaba. Convertirse, diremos así, en la persona que representan, profundizar la idea que un actor dramático pone en boca de sus personajes, todo esto y algo más descuidaban muchos de los actores de aquel tiempo, y, sin embargo, los espectadores, reconociendo los defectos, gozaban en nuestro modesto y querido Teatro Argentino, y gozaban inmensamente. Verdad es que, éramos felices… y que hoy, en medio de nuestro progreso y de la pompa que nos rodea, nos vemos a menudo obligados a repetir:
¡Nessun maggiore dolor che recordarse del tempo felice nella miseria!
Todos conocemos el bombo con que se anuncia en el día una representación dramática, lo mismo que todo entretenimiento público; pero no todos saben cómo se hacía en aquellos días. La fórmula ha cambiado completamente. Los carteles de anuncio sacaban por los cabellos la libertad o igualdad del pueblo. Estas y otras absurdas adulaciones, no tardaron en invadir también el proscenio, y en ambos éramos tratados de “público ilustrado, pueblo grande”, etc., etc. Los actores, llegado su turno, acostumbraban anunciar su beneficio, no sólo de viva voz desde el proscenio, sino que (aun las actrices), repartían personalmente sus carteles en los que sobreabundaba aquello de ilustrado, generoso, noble, magnánimo y hasta inmortal público, como tuvimos ocasión de leer una vez.
La noche antes del beneficio había música, iluminación, banderas, cohetes y transparentes en la puerta del teatro.
Las zarzuelas no se conocían entonces: después del drama, tragedia o comedia, se daba el sainete o fin de fiesta; especie de petit-pieza, siempre en un acto, del teatro español, y generalmente todo lo más tonto imaginable, en que invariablemente aparecían payos, terminando siempre con darse de palos con garrotes construidos de cartón arrollado. El sainete, sin embargo, era esperado con ansia por los muchachos, y aun por muchos que no lo eran.
Y… ¡quién lo creyera! El 16 de agosto de 1878, se ha dado por fin de fiesta en el Teatro de la Victoria, en el beneficio de la señora Rita Carbajo (7), el sainete titulado Caldereros y Vecindad (8), que se había dado el año 25, y tal vez antes, en el Teatro Argentino. Aunque ciertamente es de lo mejor de su género y tiene la novedad de que algunos de los actores aparecen y hablan desde los palcos, el patio y la Cazuela, no pasa de un mamarracho, que, francamente, creíamos hubiese hecho su época y que no fuese del refinado gusto del día; y, sin embargo, lo vemos festejado y aplaudido en pleno 1878, después de más de medio siglo. Diráse que las cosas buenas no envejecen; otro tanto podremos decir, por lo que se ve, de las cosas tontas.
Durante la Cuaresma, la época más triste del año, no se daban, según el régimen antiguo, representaciones dramáticas; pero ya en 1822 había ópera, a lo menos dos veces por semana. Se tentó también una Lectura pública sobre astronomía; no tuvo éxito.
En esa época, creemos que en 1825, visitó este país y trabajó en nuestro teatro M. Stanislas, prestidigitador de los más hábiles. Fue él quien, entre otras cosas, hizo pasar un pañuelo, del bolsillo de un espectador, a la torre del Cabildo. Después de éste, pocos hubieron sobresalientes hasta la aparición de Herman, tan conocido y justamente aplaudido aquí como en otros teatros, y tan bien parodiado por el inolvidable Cubas.
En 1823 o 24, estuvieron M. y madama Toussand, bailarines de bastante mérito.
Hay cosas que parecen perpetuarse a pesar de los adelantos que emanan de la civilización; molestias de que no puede verse libre la sociedad. Sirva esto de ejemplo entre otros varios casos. “¿Encuentra -pregunta el Centinela en 1823-, alguna dificultad física o moral la Policía o el Asentista del teatro, para disipar esa cuadrilla de muchachos que infestan la puerta de la Comedia en todas las noches de función, pidiendo contraseñas, y tomando pañuelos y otras frioleras sin pedirlas? ¿O les parece un asunto que no merezca su atención la grande incomodidad del público al entrar y salir de la Comedia, la perdición de costumbres de tanto joven?” Esta pregunta, como antes lo hemos dicho, se hacía en 1823.
Desde aquella, ya remota época, se vienen combatiendo ciertas costumbres que aún no han podido extirparse por completo.
El mismo periódico decía: “Mientras dure entre nosotros la costumbre berbérica (que no existe en país alguno de Europa, a no haber sido conquistada por los moros) de relegar al bello sexo a la Cazuela o Gallinero ¿no resultaría alguna comodidad en continuar las dos escaleras de los palcos hasta dicha Cazuela, de modo que se pudieran abrir al acabarse la función, para que los esposos y hermanos de las señoras relegadas no tuviesen que esperarlas en la calle, exponiéndose a la intemperie y embarazando la puerta, puerta la más incómoda de todas las puertas de Comedia del Universo?
“¿Quién había de oponerse a esta mejora, no siendo los médicos o los boticarios?”
Referencias
(1) Fue la actriz más admirada de Buenos Aires nacida el 11 de mayo de 1798 en la Banda Oriental del Virreinato del Río de la Plata. Ella va a formar parte de una generación que junto a artistas como el director, actor y autor teatral, Ambrosio Morante y el más famoso actor del siglo XIX, Juan Casacuberta, intentarán crear un nuevo tipo de teatro con una identidad y una filosofía nacional. Un importante memorialista argentino, José A. Wilde, en su obra: “El teatro en la época de Rosas”, describe a Trinidad Guevara en el papel de “Dido” en 1820, obra de Juan Cruz Varela: “… se trata de una mujer interesante, sin ser decididamente bella; de muy esbelta figura, finos modales y dulcísimo voz; pisa con gallardía las tablas y tiene lo que se llama posesión del teatro; había llegado a ser, y con razón, la favorita del público”(…) “Sobre la primera actriz criolla aparecida en los escenarios porteños se formó en torno a su personalidad un marco legendario que toca los límites de lo inverosímil. Tenía noción cabal de las sutilezas propias de la paradoja del comediante, poseía la medida del oficio, señalando una avanzada renovación frente a la vieja escuela española.”
Basado en las referencias del conde de Schac, el hitoriador Mariano H. Castagnino, nos traza una semblanza: “Trinidad es una avanzada, frente a estas expresiones tardías del viejo teatro dramático español, en el cual se habían formado todos los cómicos de entonces. Su naturalidad sentó cátedra.”
En la “Historia del Teatro Argentino” de Mariano G.Bosch se llega a conclusiones aún más entusiastas: “Tenía el más espléndido metal de voz que podía poseer criatura humana, que asombró a su época. El público la adoraba como los negros adoran a la luna.”
(2) Manuel Masculino era un peinero Español que si bien cuando llegó a Buenos Aires ya se usaban la peineta, él la convirtió en peinetón. Además de su habilidad para imponer un nuevo estilo, introdujo algunas novedades tecnológicas, como el uso de cierta maquinaria que permitió abaratar la producción. Masculino, por supuesto, se hizo rico.
(3) En 1923 Buenos Aires recibe al barítono Miguel Vaccani y al violinista Santiago Massoni quien organiza una orquesta de veinticuatro músicos. El 27 de setiembre de 1825 este maestro pudo ofrecerse el primer espectáculo de carácter globalizador en materia lírica (es decir, una ópera integral): El barbero de Sevilla, de Rossini, la cual resultó ser la primera en brindarse íntegramente en nuestro suelo.
(4) Thomas George Love, también conocido como John Lacock o Mister Love, autor de “Cinco años en Buenos Aires”. Fue el fundador del periódico inglés British Packet y su redactor desde el año 1826.
(5) Comedia escrita por el dramaturgo madrileño José de Cañizares (1676-1750). Las comedias de magia, que eran las más populares y pingües en beneficios a causa de su espectacularidad, escribió la serie “Don Juan de Espina en Milán” (estrenada en 1713), “Don Juan de Espina en Madrid” (estrenada en 1714) y “Don Juan de Espina en su patria” (impresa en 1730), así como las famosísimas y largo tiempo reestrenadas “El asombro de Jerez”, la mencionada “Juana la Rabicortona” (1741) y“El anillo de Giges y mágico rey de Lidia” (1740).
(6) Fue su autor el poeta y dramaturgo español Luis de Belmonte Bermúdez.
(7) Primera actriz, de gran prestigio en los escenarios porteños y montevideanos durante la presidencia de Nicolás Avellaneda. Genial creadora del género cómico?dramático.
(8) Sainete del madrileño Ramón de la Cruz (1731-1794).
Fuente
Arnosi, Eduardo – A 150 años del primer Colón – La Nación, Buenos Aires (2007).
Mastandrea, Ariel – Trinidad Ladrón de Guevara
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Wilde, José Antonio – Buenos Aires desde setenta años atrás – Buenos Aires (1908).
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