Oblivion —la negación absoluta, el borramiento total— es el nombre de este texto que, sin embargo, se resiste al olvido. Frente a los femicidios ocurridos en el mes de octubre, la palabra se vuelve refugio: un modo de habitar el dolor cuando el cuerpo ya no puede contenerlo, un intento de transformar la parálisis en escritura para que la memoria no ceda al olvido. Andrea Cruz nos acerca este texto inédito que comparte con los lectores y lectoras de La Chacrita de los Colegiales.
Quiero hundirme. Entregarme al olvido. No pensar más en lo que se me aparece de día y de noche.
No pensar en los gritos ni en el dolor que no sentí pero que me paraliza.
No pensar en la muerte lenta ni en la agonía.
Así comenzó su escrito. Hacía unas horas había vomitado bilis. El sabor amargo le daba náuseas. Volvió a vomitar. Escupió sangre.
No sabía bien por qué había vomitado, pero lo hizo estoicamente. Hasta que no le quedó nada. Se recostó en la cama y tembló las pesadillas que la azotaban. Sentía los golpes que no recibió en el cuerpo.
Cuando tuvo fuerza se levantó y se puso a escribir.
¿Hacía cuánto que no dormía con calma? ¿Hacía cuánto que no sentía algo parecido a la felicidad?
No lo recordaba.
Resting and healing.
Eso había leído. Ja, pensó. Ojalá pudiera descansar. Las noches blancas se le abalanzaban como la tormenta de nieve en medio de la montaña.
Siempre es bueno tener un amor, le había dicho su mentora hacía unos años cuando todavía tenía esperanza. De qué. No sabía. Parecía de otra vida. No le importaba: ya no. Ni el sexo, ni el abrazo de un hombre. Sus amigas, sí. Ellas sí importaban, pero los hombres no. No porque no hubiera conocido algunos que fueran distintos, sino porque ella sentía que caía en un abismo. Y caía y caía sin golpearse contra el suelo, ni encontrar el fondo. Solo caía en una nada amorfa que de golpe la suspendía en el aire de la opresión.
No podía tolerar más: ni la muerte de los niños, ni la justificación de una parte de la sociedad. Lo que más la paralizó fue saber de las torturas antes del sacrificio. Otra vez mujeres. Otra vez las más vulnerables. Lloraba al levantarse. Lloraba al acostarse. No aguantaba más ni en el cuerpo ni en el alma lo que pasaba. Vivía con miedo. No quería salir a la calle, temía si se encontraba con alguien que caminara por su vereda. Se desconoció.
Quería arrancarse el dolor del cuerpo. Le quemaba la carne. No lo aguantaba más. Si reía, sentía culpa. Ella estaba viva. Las chicas estaban muertas.
Todos buscaban justicia. Ella también. Pero las chicas no estaban. Ya no estaban. Cuando se enteró de la noticia, quedó suspendida unos instantes. Fue al baño, se miró al espejo, una línea negra le surcó la cara. El maquillaje corrido le desfiguró el rostro. Volvió a su habitación y se acurrucó con las piernas en el pecho y se quedó paralizada, mirando la nada. Nada. La respiración. El corazón que le latía en el cuerpo. Se mordió el labio inferior. Necesitaba sentir algo. Lo hizo tan fuerte que sintió el gusto de la sangre en la boca. Quiso sentir más dolor. Vio un cuchillo, se lo acercó al brazo. Lo apoyó contra el pliegue. Lo presionó contra la piel. Lo tiró con horror a un costado. No se animó. Se dio cuenta de la estupidez, del insulto a las chicas que ya no estaban. Muertas, se repetía para sí. Muertas.
No puedo más, se dijo. Basta, gritó. No tolero más en el cuerpo la violencia.
Se meció para adelante y para atrás. Ella había sido alegre. O así se lo habían dicho sobre todo sus amigos o los hombres que conocía. Sus padres también. Sos un cascabel, le decían. Y ahora, se sentía una piltrafa.
Algo más que una cosa de nada.
Respiró.
Se siguió meciendo para adelante y para atrás.
¿Qué puedo hacer con todo esto se dijo?
No tuvo respuesta.
Pasaron varios días. Estuvo en automático sin poder hacer nada.
Lo intentó. Buscó ayuda, pero seguía todo igual. El dolor interminable en el cuerpo. Angustia, le habían dicho.
Se volvió a mirar al espejo. Las ojeras le dejaban surcos oscuros alrededor de los ojos.
La veían hermosa pero ella se sentía enajenada, ausente.
Ya sé, se dijo.
Tomó la lapicera de siempre. Abrió el cuaderno, consciente de lo que estaba haciendo.
No dijo nada. Se sentó a escribir. Para que nunca más pase. Para anhelar que ese crimen fuera el último. Para que ninguna mujer siguiera muriendo una y otra vez. Para que el cuerpo no le abriera más estigmas en la piel. Para seguir viviendo.
En memoria de Brenda, Lara y Morena
Vivas nos queremos
















