Como en tantas oportunidades, las desgracias las pagan quienes no tienen nada y la gozan los poderosos.
Exactamente esto sucedió con la epidemia de fiebre amarilla de 1871 que no fue la primera sino la más cruenta cambiando la fisonomía de aquel Buenos Aires de fines de Siglo XIX.
Se venían sucediendo cada año y mientras que luchaba con la pluma y la palabra añoraba una Argentina europea con una población anglosajona u otro que según sus declaraciones en poco tiempo derrotaría a la única experiencia independiente en Latinoamérica participando en la guerra de la triple Infamia contra el Paraguay del Mariscal Solano López, comprometía al país poniéndolo de rodillas y al servicio de Inglaterra que era el amo imperial de entonces, cuando se desatara la epidemia de 1871 corrió hacia la zona hoy reconocida como Recoleta y Barrio Norte dejando las casas patricias en los actuales barrios de San Telmo, La Boca y Barracas.
El procerato de entonces se equivocó duramente: no llegaron los rubios y de ojos celestes que con su mentalidad nazi añoraban; no llegaron tampoco quienes estaban cómodamente en aquella Europa del «primer» mundo; sí los perseguidos sociales o políticos. La ciudad se llenó de anarquistas que con sus sueños «liberadores» llegaban a América, llegaron quienes nada tienen sólo sus ideales.
Tanto fue así que la ciudad de Buenos Aires desde finales de 1860 y principios del 1900 elevó su población de 177.780 a 950.900 habitantes, según datos que sabiamente Mele Mus arroja en el periódico Botánico Sur en su edición de abril de 2014. ¿Quienes las irían a ocupar? La pregunta cae de maduro.
Buenos Aires disponía de un capital ocioso, aquellas viejas casonas patricias y allí nace la idea de alquilarlas a los inmigrantes que en masa seguían llegando no dando a basto el pulguriento Hotel de los Inmigrantes donde el alimento se mezclaba con los roedores, los desechos humanos, la basura y demás inmundicias.
¿Qué hizo el procerato de entonces?
Muy simple: si no basta el Hotel de Inmigrantes refaccionemos nuestras viejas casonas creando un sin fin de hoteles de inmigrantes o sucursales para decirlo en términos exactos.
Así nace las «casas de alquiler», los «inquilinatos» (¿hoy «Hoteles de Pasajeros»?) y que la sabiduría popular transforma la palabra convento en conventillo y que al igual que aquel pordiosero Hotel de Inmigrantes mantendría las mismas condiciones de insalubridad, falta de higiene y demás condiciones para convertirse en indignidad.