Hace algunos días, con motivo de celebrarse el 196º aniversario del Regimiento de Infantería 1 Patricios, participé del acto que se llevó a cabo en la plaza de armas de la Unidad.
Como parte de la ceremonia, se entonó la marcha que identifica al RI1: «El Uno Grande»; una marcha que no solo hace mención al glorioso regimiento, sino que también resalta los valores de la perseverancia; el empeño en la lucha; el sacrificio de los que nos precedieron y la actitud que debe mantener el soldado Patricio y el arma de infantería toda, según mi modesto entender.
Como cada vez que escucho ese himno marcial, hoy como hace veinte años, la emoción me invade y el orgullo de haber pertenecido a ésta noble unidad, hacen que retome con renovada energía la lucha cotidiana a pesar de las contingencias, las situaciones pesarosas y hasta las más dramáticas instancias que se anteponen a lo largo de la vida.
Sin embargo, sucedió hace veinte años, un episodio en el cual, El Uno Grande adquirió una dimensión descomunal; única y sublime, y que en lo personal dejaría huellas que aún conservo como las más nobles que una experiencia dramática pueda brindar.
En esa ocasión no hubo banda; no se escuchó la introducción que inflama los corazones de los que nos disponemos a cantar; no estuvo presente la pompa y el color que rodea cada ceremonia a la que el Regimiento asiste; pero fue, en mi opinión, la más vibrante, la más emotiva y la muestra más acabada de la dignidad y el coraje Patricio.
Consigno aquí, que los hechos que a continuación relato; sucedieron tal y como son narrados; y que están dotados de la precisión y la objetividad que me otorga la distancia emotiva de los sucesos y la posibilidad de haber meditado acerca de ellos durante veinte años.
En los últimos días de la guerra de Malvinas, la desazón se iba apoderando lentamente de la tropa. El impulso vital por sobrevivir iba menguando.
En algunos casos, ésta situación se manifestaba con más severidad que en otros y era frecuente ver compañeros, que habiendo tenido el espíritu activo y jovial, aún en los peores momentos de la contienda, se iban sumergiendo en un abismo interior; alejándose del contacto para con los demás camaradas; enmudeciendo; y hasta negándose a recibir el alimento.
Sobre esta situación, se agregó el desanimo y la tristeza que ocasionó la noticia de la rendición.
Ese día no fuimos pocos los que lloramos de impotencia; de pena; de rabia. No podíamos concebir que tanto esfuerzo y sacrificio hubieran sido en vano.
Esa es la auténtica sensación de una derrota; la frustración extrema, inconsolable, el sentimiento de que se ha perdido absolutamente todo y aún así continuar vivo.
Creo que podría definirse como; la muerte temporal del espíritu. Esta pérdida enorme, de algo que excede lo material, sólo con más heroísmo se puede revertir.
Sólo con más dignidad se recupera lo perdido.
Este relato habla de cómo un grupo de soldados de la Compañía «A» Buenos Aires, reconquistó la dignidad, aún en la más desoladora de las situaciones que yo haya vivido, y con un gesto heroico mantuvo en alto el nombre del Regimiento de Patricios.
En esta instancia, el himno que identifica al regimiento jugó un papel preponderante.
Sucedió que posteriormente a la notificación de la rendición se nos ordenó que debíamos conducirnos hasta la ruta que llegaba desde Puerto Argentino hasta el aeropuerto.
Destruimos las radios y los equipos de comunicación y escondimos los restos según fuimos instruidos. Luego preparamos un equipo liviano con nuestras pertenencias y partimos hacia la ruta, al encuentro de las primeras requisas que llevaban a cabo las tropas inglesas y ante las cuales deberíamos entregar el armamento; cinturones; cascos; etc.
Solamente llevando algunas prendas que aún nos quedaban emprendimos la marcha hacia el aeropuerto, donde seríamos concentrados hasta que se decidiera y organizara el modo en que embarcaríamos con destino al continente.
No puedo recordar cuanto tiempo marchamos.
Si en cambio, registro que llegamos al aeropuerto en horas del atardecer.
Recuerdo también que nos deteníamos a mirar atónitamente los enormes cráteres que las bombas habían dejado y las huellas que el combate había plasmado sobre todo el lugar.
Lentamente nos íbamos concentrando; la marcha lenta; los ojos hundidos; las ropas y el calzado raídos por el implacable viento, el agua y el frío.
Eramos cientos, toda la zona se poblaba lentamente de figuras que buscaban algún resguardo antes de la noche.
La tristeza; las marcas del dolor físico y moral extremo y el agotamiento igualaban nuestras facciones.
A pesar de la cantidad de soldados que nos encontrábamos en el lugar, recuerdo vívidamente que no se oían voces.
Todo el aeropuerto era un lugar mudo; sin palabras; sin órdenes; sin códigos conocidos y sin embargo, todos sabíamos tácitamente que hacer.
En la madrugada del segundo día de permanecer confinados se nos informa que deberíamos emprender la marcha hacia la zona del puerto, donde embarcaríamos dos días después.
Luego de acompañar a los camaradas, imposibilitados de trasladarse por sus medios hasta un pequeño tinglado, bajo una tenaz llovizna y aún en las sombras, nos encolumnamos y comenzamos a caminar hacia Puerto Argentino.
Ya habíamos abandonado el resto de nuestras pertenencias y avanzábamos sólo con lo puesto. Aún así debíamos pasar por diversos retenes de las tropas inglesas, apostadas a lo largo de la ruta, que nos someterían a nuevos controles.
A menudo, a modo de intimidar, algunos soldados ingleses tomaban actitudes de maltrato innecesario y sobre actuado.
En una de estas ocasiones, el soldado que requisaba mis pertenencias, me arranca el escudo del regimiento que llevábamos cosido los patricios a la manga del abrigo y lo arroja sobre una pila de efectos personales, a un costado del camino, mientras mascullaba algunas palabras y con marcado gesto de desprecio.
A estas alturas, estas manifestaciones no nos afectaban, y no registro que hubiera entre nosotros quienes sintieran temor por ellas.
Por el contrario, frente a estos hechos recuerdo las miradas firmes puestas en el soldado inglés, y en algunos casos, la suspensión de estas manifestaciones hostiles de utilería, por parte del ocasional guardia. Sucedió en uno de estos altos que hacíamos en el camino; en una de esas requisas; que ya sea por saturación del trato indigno; por afirmación de nuestra identidad; o Dios sabe por que razón, espontáneamente, la Compañía entera comenzó a entonar las estrofas de «El Uno Grande» frente a la mirada desconcertada del enemigo inglés.
En principio algunos pocos. Lentamente nos fuimos incorporando todos los demás.
Se respiraba la honra en el aire frío de la mañana. Confieso que jamás escuché y canté ese himno con mayor énfasis y emoción.
Rápidamente, de todas las tiendas de campaña apostadas al costado del camino, salían los ingleses armados.
Las miradas puestas en nosotros, el gesto de desconcierto, el nervio activo en las armas. Algunos soldados cargaban y apuntaban tratando de intimidarnos y de silenciarnos. Por el contrario, con el transcurrir de las estrofas, la marcha se rugía, se escupía con bronca a la cara del enemigo vencedor. Difícil es describir todo lo que se vivió en ese momento.
No hay sensación comparable.
El grito de guerra cantado directamente a los ojos del enemigo.
Por un instante se desdibujaba quien era el que estaba venciendo. Insisto en que vi el estupor, el desconcierto y el miedo en los ojos de aquel que estaba apuntándome y no registro ni recuerdo haber vivido gloria o conquista que iguale a ese momento.
Cuando terminamos de cantar, un oficial inglés, gesticulando y balbuceando el castellano, se dirigió hacia nuestro oficial y le pidió: «basta, basta, no more».
Nuestro oficial simplemente nos indicó con un gesto que termináramos las acciones en ese momento y acatamos la consigna.
Ese momento, ese hecho, fue de una enorme trascendencia en nuestras vidas.
Recuerdo que nuestros gestos y nuestras actitudes cambiaron.
En principio nos mirábamos y nos sonreíamos como si nos volviéramos a reconocer. Hasta las actitudes corporales cambiaron.
Desde ese punto retomamos la marcha erguidos y orgullosos. Habíamos aprendido algo invalorable en medio de esa crisis devastadora.
En lo personal, ese día aprendí que la derrota es un concepto que se corresponde con la lógica o la semántica, pero que no se concibe en un espíritu libre.
Aprendí que el vencedor no siempre es aquel que empuña el arma contra el desarmado cuando éste lo supera en templanza y coraje.
Comprendí también que la dignidad no puede ser acallada y que por el contrario, es una condición con la cual se debe vivir y que se manifiesta siempre en las acciones de los hombres de honor; a veces cantando; otras veces rugiendo.
Lic. Roque A.Cundari
Combatiente por Malvinas