La sociedad del tango y el bombo, que no reconoce ni qué es un “bombo” ni qué es un “tango”
Artículopublicado en el libro La ruta del esclavo en el Río de la Plata, aportes para el diálogo intercultural, Marisa Pineau editora, pps. 355 a 378, EDUNTREF, Buenos Aires, año 2011.
Qué se puede decir en el mundo de hoy, en el cual la llegada a la luna es un hecho de increíble antigüedad, que nuestros hijos ven en blanco y negro como algo tan viejo que ni lo entienden, pero en donde aun seguimos con discriminación y racismo, en una ciudad en que el color de la piel –entre otras cosas- define la calidad de la gente. ¿Cómo podemos explicar este fenómeno aberrante en un lugar en que la historia, nuestro propio pasado y el que existamos como ciudad, está basado en la existencia de esa gente a la que discriminamos? ¿Acaso la nuestra no es una sociedad que se ha explicado a sí misma como multiétnica y pluricultural, descendiente en su mayor parte de personas provenientes de todas partes del mundo –o al menos de muchas partes, ya que no de todas-, pero que no dice eso para antes del siglo XIX? Es cierto, los inmigrantes europeos de 1900 era mano de obra libre, los anteriores eran esclavos y eso es muy diferente; pero la pluriculturalidad porteña existió desde siempre, fue sistemática y explica muchos hechos de su historia y hasta el presente. Que nuestros símbolos nacionales sean el tango y el bombo no resulta casual.
Aun hoy en día nuestro lenguaje cotidiano, nuestro lunfardo, disfrazado por supuestos expertos, no acepta que la mayor parte de las palabras habituales provienen de África: mondongo, tango, matungo, bamba, mambo, mucama, bengala, bombo, marote y tantos otros. ¿Hay acaso algo más importante en nuestra identidad que el bombo y el tango? Pero, obvio, siempre es mejor decir que vienen de un extraño dialecto italiano ya perdido, de albanesas del sureste, de un pueblito montañoso de Francia…
Los cambios en la memoria
¿Quién puede juzgar a su prójimo?, y más aún ¿quién puede juzgar a su prójimo en el pasado? Precisamente cuando la historia lo hizo fue cuando cometió sus más tremendos errores, ya que toda historia es una construcción hecha desde el presente. La población afro vivió en los papeles -la literatura, la historia, la crónica urbana- el mismo proceso que en la vida real: primero fueron objetos acerca de los cuales se hablaba, luego dejaron de ser cosas y pasaron a ser personas sobre las que otros decían cosas, aunque muchas veces no fueron más que despectivas. Más tarde comenzaron a desdibujarse, a construirse imaginarios en los que los afroargentinos tenían papeles secundarios, en el fondo del decorado de la vida, o simplemente iban desapareciendo; ya ni siquiera era problemática su ubicación social o racial, dejaban de ser, se hacían transparentes a la mirada. Cuando pudieron hablar por si mismo, dejar su palabra escrita, era demasiado tarde [1].
Nuestros grandes intelectuales del siglo XIX, y muchos del XX, sin necesariamente negar el derecho a la libertad que tenían todos, cayeron en interpretaciones racistas, con o sin conciencia, en muchos casos porque simplemente repitieron lo que otros dijeron antes sin detenerse a pensar lo que decían. Y digo racistas no porque lo diga desde hoy, si no porque en su propio tiempo eran señaladas así por sus mismos contemporáneos. Por la otra parte la comunidad afroargentina levantaba la voz, escribía incluso, gritaba, pero no había lugares donde escucharlos. Ésta es esa historia de un diálogo de sordos en el cual al menos uno de los interlocutores tenía también los ojos tapados. No queremos juzgar hacia atrás, destacar errores, marcar barbaridades, sino entender cómo se construyó nuestra nacionalidad, nuestra historia oficial, nuestro imaginario colectivo. Es tratar de entender por qué nos falta una historia de buena parte de los habitantes que hicieron la propia historia.
La pérdida de la memoria
La primera generación que escribió acerca de los afroargentinos como cosa a observar y ya no como meras referencias administrativas o judiciales fue la que vivió con ellos desde la Independencia hasta la generación de 1836. Anteriormente habían sido sujetos de juicios, edictos policiales, bandos reales, actos administrativos de compraventa, polémicas acerca de darles la libertad o no. Los nuevos textos entraron en la literatura y en la opinión intelectual de la mano de la generación romántica de 1836 con escritores de la talla de Esteban Echeverría, Domingo Sarmiento o José Mármol, y cerrarían el periodo con la generación de 1880 en la letra de Vicente Fidel López o Bartolomé Mitre. Sobre ellos, los afro, se empezaría a hablar, discutir o simplemente a describirlos, pero siempre mirándolos desde arriba, como si se pusiese la mirada desde un mundo superior hace otra inferior. Al fin de cuentas estaban convencidos que la civilización blanca –tal como la llamaban- había triunfado y no estaba mal sentirse orgulloso, aunque como buenos militares también había que hacerles honor a los vencidos. Por supuesto que no podemos deleitarnos con los errores de otros, querer que piensen como hoy; pero también es cierto que se crece viendo el pasado y aprendiendo de él: es lo que se llama experiencia humana. No podemos criticar a Echeverría o a Mármol por creer en la inferioridad de los no blancos: no había otra opción para ellos y posiblemente casi nadie lo veía de otra forma. Echeverría, en su relato El Matadero, escrito en 1838 y editado muchísimo después, el afro, la chusma popular y el rosismo eran lo mismo, y el odio tiñó todo de color rojo punzó; la descripción de una “negra achuradora” que tratando de robar partes de la vaca se “mete el sebo en las tetas” y que se arroja cuajones de sangre con los otros muchachos del matadero, son elocuentes imágenes que muestran lo que quiso remarcar de las clases subalternas. Todavía en fecha tan tardía como 1861, el viajero inglés W. Hinchcliff dijo lo mismo: “Sobre un barro sanguinolento, charlando y chillando como unas urracas a propósito de la asquerosa operación de raspar y extraer cuanto fragmento de grasa pueda hallarse en las tripas que se abandona por todas partes (…) a éstas asquerosos arpías”. No era la visión de la humillación por la que debían pasar para comer y sobrevivir en condiciones infrahumanas, sino una manera de entablar un diálogo con sus iguales acerca de los otros. No era diferente para José Mármol en su Amalia, de 1851, cuando describía indignado a los afroargentinos como una enorme oleada “que había roto los diques en que se estrella el mar de sus clases oscuras” para intentar mezclarse con el resto de la sociedad. Nuevamente Rosas y las clases populares eran todo lo mismo, problema que sólo pudo superarse un siglo más tarde. Eran los herederos de una sociedad rígida y escindida, estructurada en clases sociales sólidas e impermeables y que desde siempre había sido así. Porque una cosa era dar la libertad o prohibir el tráfico de seres humanos, otra muy diferente era que, una vez liberados, “rompieran los diques” de las diferencias raciales.
Años más tarde, para Lucio V. López en su libro La Gran Aldea, publicada en 1882, el mundo real era totalmente blanco y hasta la mucama de la novela era una “francesita”, la que obviamente dio el mal paso al enamorarse de un mulato que la llevó a la perdición: por escaparse para ir a bailar una noche de carnaval después de haber salvado los “antagonismos de raza” se quemo la niña de la patrona y se destruyó una familia. En realidad, según López, el problema era muy profundo, no sólo porque “la mujer es un ser débil en toda las clases sociales”, si no peor aun, era porque esta “vasca plebeya” unida a un “joven high-life de color” olvidaron sus obligaciones con sus patrones y por ende eran culpables de la muerte de la niña. Por eso resultó todo trágico cuando aceptó “ir a cenar, no por cierto unas ostras con Sauterne, sino unas suculentas costillas de chancho apoyadas por una copiosa taza de café con leche y pan con mantequilla” a las tres de la mañana; la comida remarcaba, por si hacía falta, la ubicación social de los actores. Pero hay que entender que era una generación en la que los afroargentinos aún eran parte de la población y que entraban y salían de la literatura de la misma manera en que vivían en la realidad. Para Miguel Cané viajando por el Caribe los habitantes de la isla Martinica “me daban la idea de orangutanes bramando de lascivia” [2].
Bartolomé Mitre fue quien logró colocarse en la postura más dura, ya que aunó la ubicación en la escala racial del afro con su visión del pasado basada en las teorías de Herbert Spencer, que asumían a los no blancos como pueblos no sólo inferiores sino que retrocedían cada día en la escala de lo humano hacia lo animal. En sus textos todo eso se tiñó de un sutil paternalismo; al hablar de las “tres razas” que formaron al país nos dice: “De su fusión resultó ese tipo original, en que la sangre europea ha prevalecido por su superioridad”, o que por suerte para la sociedad “ha asimilado las cualidades físicas y morales de la raza superior”[3]. Por cierto que no dejaba de destacar la deuda moral que la civilización tenía con ellos, ni el papel que tuvieron en las guerras de la Independencia, pero sencillamente se trataba de una cuestión de simple naturaleza. Resumía la postura de la generación de 1880, en la que la extinción del afro que veían delante de sus propios ojos, era consolidar su modelo de sociedad y reafirmar sus ideas sobre su superioridad de las razas y la supervivencia del más hábil en la nueva moda del darwinismo social. Ha habido quién creyó que el paternalismo de Mitre era verdadero liberalismo, pero condescender a los inferiores no es igual a aceptarlos, tal como bien lo dejó escrito Sarmiento. Éste, imbuido del libro de Towe, La cabaña del tío Tom, que desde mitad del siglo XIX se teatralizaba en Buenos Aires con actores blancos pintados de negro, dejó bien claro que “hay que expiar el error” de la esclavitud, pero no por eso ésta dejaba de ser “la segunda raza servil” (la primera eran los indígenas), gracias “a la infantil simplicidad de su afección y a su olvido a las injurias recibidas” [4]. Terminó Sarmiento alabando la conquista brutal de África por los países europeos para establecer colonias por el “sacerdote cristiano Livingstone, Pablo apóstol de la raza negra”, y considerando que para África ha “llegado su hora de justicia, dignidad y reparación” gracias al colonialismo inglés, belga, alemán y francés, que hoy sabemos lo que significó. Sarmiento, por cierto, destacó la importancia de los afroargentinos en la edificación de la ciudad ya que desde el siglo XVII fueron la mayor parte de los constructores y obreros, pero vio su extinción como un simple triunfo de la naturaleza, la de una raza superior sobre otra inferior. Ésta fue una constante de su tiempo: pensar el mundo en base a razas que se unen o se separan, se subordinan o luchan, superiores e inferiores; el concepto mismo de raza es la parte indisoluble de su lectura del mundo. Insisto: no es intención hacer crítica atemporal, es entender por qué un pueblo desapareció a la vista de otro y nadie se dio cuenta.
Uno de los primeros en recordar la importancia de la presencia africana en un texto extenso fue Vicente Quesada en 1881. Por cierto sus páginas repiten los lugares comunes ya instalados en el imaginario: los esclavos “no odiaban a sus amos”, “la esclavitud en esta parte de la América española no fue cruel para los pobres negros” y así por el estilo; obviamente no dejaban de ser los “hombres negros”. Y detalló la magnanimidad blanca en largas páginas narrando cómo se sorteó la libertad de setenta esclavos después del triunfo contra las Invasiones Inglesas en homenaje a su bravura, además de otorgar pensiones a viudas y huérfanos; lo que no explicó es por qué las autoridades hicieron esto, en efecto tan poco acorde a su forma de ser: estaban aterrorizados de que indios y afroporteños estuvieran armados y hubieran tomado conciencia de sus propias fuerzas. Después, su antirosismo, también típico de su tiempo, lo llevó a largas peroratas que al igual que muchos otros asociaba negros = Rosas = dictadura, confusión que oscureció por un siglo el aporte cultural afro. Por ejemplo, la enorme reunión organizada en Plaza de Mayo a la que fueron invitadas todas las comunidades afro de la ciudad a un acto de masas, un evento digno de ser recordado en la historia de la ciudad, Quesada la describe simplemente como “cantares verdaderamente bárbaros, pareciera aullidos de animales” que a él le “producía una impresión repugnante”. Pero esos mismos seres humanos lo llenaron de orgullo cuando marcharon con las tropas de la Independencia y “morían vivando la libertad de esta tierra”, es decir, eran buenos cuando luchaban por los ideales e intereses blancos; cuando construían su propia identidad eran bárbaros. Y terminó destacando que los negros locales eran aceptados por los blancos porque “no es posible averiguar la ley en virtud de la cual los negros esclavos en Buenos Aires eran superiores fisiológicamente hablando de aquellos salvajes de África que cantaban casi desnudos”; aquí, según él, se les modificaba el cráneo, la forma del rostro y la complexión del cuerpo y “cuando vestían bien con las ropas de sus amos” eran casi humanos. Al final interpretó que simplemente desaparecieron naturalmente porque “las razas superiores asimilan a las inferiores” [5].
Si se toma conciencia de que éste era el pensamiento de nuestras clases ilustradas y de algunos de nuestros grandes intelectuales medio siglo después de la libertad a los esclavos, qué podemos imaginar que se pensaba entre negreros, esclavistas, amos y contrabandistas. Ésta era también Buenos Aires. Incluso la literatura gauchesca, que se podría suponer que debía estar muy endeudada con el africano del campo, terminó como José Hernández y su Martín Fierro (publicado en dos partes en 1872 y 1879) con una postura indecisa ante la igualdad racial:
Dios hizo al blanco y al negro
sin declarar los mejores
les mandó iguales dolores
bajo una misma cruz;
más también hizo la luz
pa´ distinguir los colores.
Y en esto hay que ser muy claro, como lo fue Wilde al puntualizar que a inicios del siglo XIX había un hotel, el de Smith, cuyo propietario era “hombre de color. Pero, en su trato, un cumplido caballero” [6]. La otra visión la tenemos al leer lo que los afroporteños escribieron sobre ellos mismos durante los pocos años que pudieron hacerlo y enfrentarlo a la visión blanca, lo que es de por sí sólo un ejercicio intelectual edificante, ya que nos ubica en la visión que el otro tenía: El Unionista, refiriéndose a la persistencia de la discriminación, decía que “la Constitución es letra muerta y abundan los condes y marqueses; los cuales, siguiendo el antiguo y odioso régimen colonial pretenden tratar a sus subordinados como esclavos, sin comprender que entre los hombres que humillan hay muchos que ocultan bajo su tosco ropaje una inteligencia superior a la del mismo que ultraja” [7].
Los blancos memoriosos
Después de 1900 la población afro estaba casi extinguida, borrada, desaparecida. La construcción de la Nación con la gran inmigración se había hecho con muchos olvidos y uno de ellos era su heterogeneidad cultural. Los afroargentinos habían desaparecido y sólo eran una mezcla de recuerdo teñido por la alegría del triunfo racial: los blancos lo demostraban sin la necesidad de haber hecho guerras de exterminio, tal como sí fue necesario hacer con el indígena. Era la época de auge de las teorías raciales y muchos de nuestros intelectuales más ilustrados se paraban desde la postura paternal para mirar hacia atrás. Era la posibilidad de hacer historia sin conflictos del presente, superando a Sarmiento, Mitre, Wilde, López o Quesada.
La siguiente generación asumió el tema como historia, como pasado y no como presente: Alfredo Taullard, nuestro apologista del gaucho y de su cultura -el mito que reemplazaría a la realidad afro-, trató con sutileza despectiva a los desaparecidos: se acordaba de hecho, los incluía en sus libros, pero se autojustificaba con un viejo estribillo porque “la raza negra radicada en nuestro país no ofrecía el aspecto repulsivo de ciertas razas africanas, e irán física y fisiológicamente superiores, pues de lo contrario aquí nadie los hubiera comprado. Eran muy sumisos y fieles (…) como lo eran hasta muy entrado el siglo pasado las vendedoras de la calle Florida y las señoras de antaño no tenían ningún reparo en tratar con ellas” [8].
No hace falta destacar que los afroargentinos ni estaban “radicados” aquí –al menos no por propia voluntad-, ni quienes compraban esclavos para trabajar se fijaban en la belleza, ni éstos eran diferentes de sus propios hermanos que quedaron en África cuando fueron cazados como animales, ni dejamos de notar la sutileza de que una cosa eran “las señoras” y otra las negras con las que aceptaban hacer las compras. Se extendía el mito de los negritos buenos ayudando a sus amas misericordiosas. José León Pagano en su monumental obra Arte de los argentinos, al citar un cuadro de Martín Boneo –que precisamente es un baile en el Tango Congo al que fue Rosas con Manuelita-, habla de “ese rebaño disminuido por la raza y la servidumbre” [9] y describe los bailes africanos como un hecho de “fermentar del sentimiento bárbaro”.
El ejemplo más interesante de la primera parte del siglo XX lo representa el libro de Vicente Rossi llamado Cosas de negros, publicado por primera vez en 1927. Rossi, un hombre extravagante, de juicios tremendos y terminantes, que odió al español colonizador al que llamaba “el moro-godo”, trató de rescatar algunas cosas de negros: su música, bailes, tangos, costumbres y mil y un detalles, algunos verídicos y otros exagerados. Pero pese a eso no pudo alejarse de una postura profundamente racista:
“singularmente constituido para el dolor, tan oscuros de cerebro como de piel, los hombres negros concluyeron por creer natural y justa su condición de animales domésticos y sacrificaron al capricho del amo hasta el oculto derecho de pensar. El hombre-fiera de las selvas africanas transformado por el sufrimiento en hombre-perro” [10].
Pensemos que era un libro a favor, no en contra. Lo que sucedía era que lentamente se consolidaba el mito de que fueron gente sumisa y obediente por propia voluntad, tan buena que el amo los trataba bien. Los dos siglos de esclavitud; la captura, venta y herrado, la brutal destrucción de su familia, cultura, mundo, nombre y religión, y la amenaza de castigos monstruosos son cosas que algunos olvidan al juzgar. También en los cementerios hay silencios. Pero nuestra hipótesis es que el silencio de los explotados no existía, al menos para el que sabe escuchar los sonidos tenues, delicados, los del sufrimiento humano. La misma antropología no se podía quitar de encima esa visión: el conocido arqueólogo Salvador Canals Frau intentó una perspectiva supuestamente biológica al asumir que hay tres razas humanas y que ninguna de ellas es superior a la otra –es decir, existían las diferencias pero estaban al mismo nivel-, aunque aclarando que “el aporte blanco, felizmente, es el más considerable a todos y él es el portador de la nacionalidad” [11]. Ni siquiera los especialistas en estudiar al hombre podían dejar de lado la cuestión racial. Con los años esto se aplicaría, aunque seguirían publicándose áridos artículos que usaban a la población afro para demostrar qué bien que los trataban sus amos, en especial la Iglesia o los héroes de la patria. Hasta hoy nadie ha estudiado con seriedad la tenencia de esclavos por Rivadavia, Rosas o San Martín, para bien o para mal, es decir correlacionar el discurso abolicionista con la realidad de sus propiedades.
Pero tras estos libros se comenzaba a vislumbrar algo que antes hubiera sido difícil de creer: llegó a haber una literatura afro, poesía, música, coreografía, bailes; Héctor P. Blomberg, hombre dedicado a la ciudad y sus formas de cultura popular, escribió su Cancionero federal: los poetas de la tiranía, en 1934, donde no escondió su odio a Rosas y tras de él a quienes lo apoyaron, pero mostraba la existencia de una significativa producción literaria afro; siguiendo a Ricardo Rojas en la recuperación de la memoria literaria no disfrazó ni un ápice su indignación ante -igual que su mentor- los poetas de la adulación a Rosas. Para nosotros la interesante es ver que entre tanta cosa seguía surgiendo una literatura llamada bozal (porque los esclavos no hablaban bien castellano, por obvias razones), la que aún sigue siendo un campo por explorar mejor. ¿Eran realmente los que escribían esas poesías? En el caso de adulación burda a Rosas sabemos hoy que eran cultos blancos que usaban ese lenguaje para disfrazarse, por no dar su nombre o por la razón que fuera; faltaría otra generación para que alguien encararse el tema con seriedad.
La década de 1940, quizá por influencia de la Segunda Guerra Mundial y su rebrote racista, el tema de las razas volvió a cobrar interés, no sólo como racismo -tema que ni siquiera entraremos a discutir- sino entre los intelectuales progresistas. Surgían artículo sobre “etnogénesis”, “orígenes cárnicos de la argentinidad” y títulos donde siempre se trataba de dividir, separar, clasificar en la pura tradición del siglo XIX de Lombroso. Por supuesto hubo de todo y vale la pena destacar un texto escrito por Jorge Zamudio Silva en 1945 en que hace observaciones agudas y nuevas para su tiempo: primero el tema de la dilución de la población afro por causas múltiples y no únicas, incluso con la hipótesis de que fue “consciente”; y segundo la continuidad cultural: “un análisis antropológico físico, lingüístico y folclórico, de la culinaria, de los medicamentos populares y de algunas supersticiones, demostrará inmediatamente la presencia potencial del africano en la moderna sociedad argentina” [12]. Y eso era mucho decir en ese momento y para este país. Al año siguiente se publicó un libro que aún resulta de extrema utilidad llamado Morenada, de José Luis Lanuza, que se transformó en una clave para entender el pensamiento sobre este pueblo al que “nuestra historia parece complacerse en olvidarlo y en evitarlo” [13]. Lanuza avanzó con varias hipótesis nuevas, entendiendo que el legado de quienes historiaron del tema sólo se ocupó de rescatarlos o denostarlos como rosistas y describió su idea de la disolución o del blanqueo paulatino como acción consciente de supervivencia, de búsqueda de posibilidades para una vida mejor, no como objetivo de integración. Señaló la presencia de palabras y actividades netamente africanas aún vigentes en el país, sugirió la existencia desde 1654 de negros huidos cimarrones -tema aún no historiado-, y describió el canto y el baile no como una obsesión cultural sino como la “única expresión cultural permitida” por los blancos, de allí que creciera en tal manera a diferencia de otras manifestaciones culturales. Ha sido sin duda uno de los libros más profundos sobre el tema en su tiempo.
Aún en la década de 1960 existían quienes retomaban la historia desde posturas raciales, aunque inconscientes de lo que significaba en cuanto a seguir explicando el racismo en términos de razas [14]; el caso extremo, seguramente, fue el del historiador de la policía Francisco Romay, que en 1949 publicó El barrio de Monserrat (la tercera edición de su libro que le hizo la municipalidad de Buenos Aires fue en 1971, y seguían los mismos conceptos) con términos como “salvajes”, “lascivos” o “inocentes”. Y cayó nuevamente en el tema de Rosas y los afros sin darse cuenta de que la documentación que él mismo descubrió en los archivos sobre la creación de las Naciones era de la época de Las Heras y Rivadavia. Esta visión llega hasta el presente cercano: en 1982 un historiador serio incurría en lo mismo lugares comunes al decir que era un “hijo atávico del ritmo”, en el cual “la lujuria, el alcoholismo y la pasión se desataban” [15]. A nadie le importaba por qué pasaba eso, suponiendo que eso fuera así, y que se estaba repitiendo la simple visión de quienes no entendieron nunca lo que pasaba frente a ellos. En última instancia, Mármol y Echeverría o Sarmiento y Quesada opinaron sobre el contenido de bailes y canciones de los cuales ninguno de ellos entendía el idioma en que se hacían.
Recordemos que por ley ya que así lo estipulaba el Código Negrero en vigencia, el esclavo sólo tenía libre dos horas a la semana, y era exclusivamente para ir a misa el domingo; el no ir significaba ochenta latigazos; recordemos que era habitual en muchas estancias darles para “cohabitar” a los matrimonios sólo algunas horas el sábado a la noche. Obviamente, cuando podían reunirse lo menos que harían era una fiesta con baile; ¡o acaso alguien esperaba que hicieran una tertulia intelectual! En esos bailes sucedía un doble proceso: al retornar a sus raíces -verdaderas o reconstruidas-, se reafirmaba su identidad y su oposición al mundo blanco, se rompían las barreras entre las naciones aumentando la mestización entre los afros y agotaban su energía en una catarsis colectiva, olvidando por poco tiempo la opresión y el exilio obligado.
Recuperando jirones de memoria
Quizás el primer trabajo de investigación histórica serio, aunque no logró liberarse de la visión de superioridad, haya sido el de un Juan Agustín García en su célebre libro La ciudad indiana, publicado por primera vez en 1900. Allí les dio a los africanos un lugar diferente en la historia nacional al ubicar al esclavizado en su papel de trabajador y artesano, del productor de capital para su amo mediante el trabajo por cuenta propia, del que debía entregarle una buena parte cada día; en realidad se limitaba a analizar su lugar en la economía. No dejó de ser despreciativo, es cierto, pero al menos puso las cosas en su lugar: no eran una curiosidad, eran productores de trabajo y capital. El verdadero cambio lo haría el historiador Diego Luis Molinari, quien en 1916 publicó en la Universidad de Buenos Aires (a través de lo que se llamaba Sección de Historia) un estudio titulado Comercio de Indias: Consulado, comercio de negros y extranjeros [16], donde volcó un conjunto impresionante de documentos de archivos sobre tema. Desde una postura que se mostraba neutra y alejada de toda opinión personal, presentaba texto tras texto la documentación accesible sobre la trata de esclavos; tuvo una nueva edición ampliada en 1944 hecha por la Facultad de Ciencias Económicas de la misma universidad. Aún hoy sigue siendo un texto importante que incluye un conjunto de información sin la cual muchos no hubieren siquiera podido acercarse al tema. Así se abrió una nueva visión del pasado. Paralelamente, en el mundo se iniciaba una amplia lista de estudios sobre África y los africanos dispersos por el mundo que luego analizaremos en detalle, que se expresaban tanto en libros que llegaban como en ideas que circulaban; la Argentina no estaba sola, aunque lo parecía, en el concierto de América Latina.
El paso siguiente lograría una mujer excepcional: Elena S. F. de Studer, quien en 1958 publicó su libro La trata de negros en el Río de la Plata durante el siglo XVIII [17], también editado por la Universidad de Buenos Aires. Fue el primer tratado de escala monumental en la materia que puso la historia argentina en un nivel internacional en relación con lo que se estaba haciendo en su tiempo. Hacía un estudio absolutamente minucioso de cada barco arribado al Río de la Plata año por año, incluyendo ilustraciones de los barcos negreros. El libro fue rápidamente aceptado en el mundo como un aporte sustantivo que dio una idea sólida de la escala de la trata de esclavos en esta región. Hasta la fecha creo que ningún otro libro ha superado a ése, que para muchos es un hito en la historiografía nacional. Nos quedaría por citar en esta corriente inicial a José Torre Revello, prolífico escritor amante de publicar pequeñas notas con curiosas documento que iba hallando por los archivos del mundo sobre los afros, o su estudio acerca de las esclavas blancas, hasta trabajos monográficos sobre la sociedad porteña incluyendo el papel del africano en ella [18].
La idea de que la población africana y afroargentina sí dejó un aporte cultural significativo llegó recién con la década de 1960, junto a los grandes cambios en la política, la cultura y la sociedad de esos difíciles años argentinos. El historiador que alcanzó más notoriedad por su dedicación a este tema fue Ricardo Rodríguez Molas, interesado en definir un conjunto de rasgos culturales característicos de la etnicidad afroporteña: la música, la poesía, el baile, la literatura; más tarde se dedicó a estudiar la vida cotidiana afro en la ciudad [19]. Era la suya una postura liberada de las ataduras del siglo XIX, en la cual se entendía el aporte cultural, su legado al presente y a la posteridad y la presencia de esa población en la memoria moderna. Sus textos siguen siendo centrales en el conocimiento de un pueblo cuyos testimonios son tan difíciles de ubicar y más difíciles de entender. En el mismo camino estaba predicando en el desierto Néstor Ortiz Oderigo, publicando primero artículos en el país y luego reconocido internacionalmente, desde 1933. Si bien su interés principal fue la música afro en todas sus formas, se dio cuenta tempranamente de que los bailes ocultaban un universo incomprensible para quien no conoce el idioma y las tradiciones de origen de cada pueblo de África. Ese fue su silencioso trabajo durante medio siglo: demostró la similitud -y diferencias- de este fenómeno cultural con el resto del continente y el proceso de construcción de los rituales afroamericanos, que dieron resultados variados en virtud del sitio de origen, de los aportes locales y del grado de aculturación que se producía a lo largo del tiempo: no era lo mismo un baile del siglo XVII que en el XIX, pero todos eran bailes. También fue el primeros en observar que los afros “veíanse obligarlos a cubrirse tras el caparazón del catolicismo. De otro modo no hubieran podido sobrevivir” [20]. Es decir que detrás de la fachada habían permanecido rasgos de las religiones originales, que según él eran ya profundamente afroamericanas para cuando tenemos descripciones detalladas, y lo siguen siendo.
Un largo artículo de Bernardo Kordon titulado La raza negra en el Río de la Plata, publicado en 1968, tuvo también la sutil visión de la supervivencia bajo el disfraz presentable, además de entender que seguía siendo paternalismojuzgar los aportes de los afros a la cultura a partir de su entrega a la culturablanca: ¿por qué no juzgarlos por su aporte a la cultura afroamericana? Si bienlo preservado que llegó a ser observado en el siglo XIXeran ya sólo jirones de cultura, no por eso dejaba de pensar que “sus culturasdebieron disfrazarse bajo formas caricaturescas para escapar a la censura delos señores blancos” [21]. Ya para esta época en todos los paísesrepercutía el tema de los procesos de independencia de lasantiguas colonias africanas, y eso era de impacto fuerte.
En los estudios publicados en el exterior la Argentina ocupaba un lugar, aunque los argentinos no lo supiéramos [22]. En 1979 se publicó un interesante libro de Marcos de Estrada llamado Argentinos de origen africano: 34 biografías; la idea no era nada nueva ya que se trataba de destacar individuos que lograron lugares protagónicos dentro del mundo blanco, en la vieja idea de la historia afronorteamericana de que había que tener héroes para estar a la altura de la cultura blanca, siguiendo el libro inicial de Ford publicado a finales del siglo XIX. Si bien fue un aporte significativo cayó en la vieja discusión acerca de las razas, en la apología del individual y el rescate de una cultura no por sus valores intrínsecos sino por ser iguales o mejores a los otros. Esta postura de rescatar a un pueblo sojuzgado por sus aportes a la cultura blanca se enraíza en los intelectuales de la generación de 1880. De todas formas, en épocas de dictaduras, el señalar que hubo oficiales y suboficiales afroargentinos en el ejército ya era de por sí importante.
Otra corriente se empezó a vislumbrar cuando Dardo Cúneo escribió en 1959 una historia de la economía en la que el esclavo había jugado un papel distinguido y lo ubicaba como trabajador, formador del capital económico que hizo crecer el país; luego veremos que en la década de 1980 el tema volvería a estar en el centro de la investigación histórica. Más tarde Vicente Gesualdo [23] publicaría un largo trabajo sobre la vida de los afroporteños en Buenos Aires, y salvo por algunos lugares comunes y la falta de fuentes bibliográficas, muestra la intensidad de su presencia en muchos aspectos de la cultura hasta 1900.
Asomaba si en la historia la idea de que sí dejaron una cultura incorporada a la vida de toda la ciudad; algunos libros publicados sobre la ciudad de Buenos Aires, como fueron los de Ricardo Lafuente Machain desde 1945, Ricardo Llanes [24] y Enrique Puccia [25], habían hecho descripciones de la situación con respeto humano y seriedad. En 1980 un número monográfico de Todo es Historia incluía artículos de Rodríguez Molas, Ortiz Oderigo, Villanueva, Binayán Carmona y hasta de un descendiente de Tomás Platero, el escribano afro de la Plata y uno de los fundadores del Colegio de Escribanos de esa ciudad. Esta revista, de tan amplia di fusión, ha mantenido la tesitura de publicar en forma constante números dedicados a este tema hasta la actualidad que alcanzan altísimos niveles de difusión nacional.
Los nuevos profesionales de la historia
La nueva generación de historiadores de la cultura afro en la Argentina la inició el ya citado Ricardo Rodríguez Molas, cuyos primeros trabajos fueron publicados desde 1957; éstos marcaron el momento con una nueva forma de ver el pasado afro: se partía del manejo de documentos de archivo que mostraban la importancia de ese legado cultural, la significación que tuvo en la construcción del país y profundizaba en el rescate de una literatura olvidada o al menos minusvalorada. Su trabajo continúa hasta el presente habiendo publicado en las revistas más prestigiosas de su tiempo. A partir del trabajo pionero de Rodríguez Molas, y como parte del proceso de cambio producido tendiente a una mayor profesionalización en el campo de la historia, el trabajo sobre fuentes documentales primarias en los archivos comenzó a dar frutos antes impensables: ya no se trataba de discutir si Rosas sí o no, si no de construir una historia que no estaba escrita, o al menos un historia más grande a la que le faltaba una parte. En 1966, una historiadora que se ha dedicado con exclusividad al tema, Marta Goldberg, inició un largo periplo por los archivos regionales a la búsqueda de información de primera fuente, luego desarrolló amplios estudios sobre demografía, la mujer y su papel sexual y de trabajo en la sociedad [26] y las formas de vida y subsistencia entre otros variados temas. Estos trabajos fueron sumados a todo lo hecho por Silvia Mallo, y ambas autoras siguieron trabajando en conjunto hasta la actualidad [27]. Desde la década de 1970 se ha avanzado en el conocimiento de las estructuras familiares esclavas, la condición jurídica del esclavo [28], las discusiones sobre la propiedad y la libertad y el papel de las órdenes religiosas en sostener el sistema [29] o el trato a sus esclavos particulares [30], el problema de la salubridad urbana [31], el patronato de los libertos [32], los artesanos [33], el papel del ejército en la disolución final [34], la naturaleza estipendiaria del trabajo esclavo [35]; se han estudiado testamentos además de los casos ya citados por Miguel Ángel Rosal [36], en especial para conocer la dispersión de las propiedades y las formas de manumisión, entre muchos otros temas.
El que sintetizó la idea que imperó en esos años fue Carlos Mayo, al decir que habiendo superado la época en que se pensaba que después de su captura el esclavo permanecía socialmente muerto, era tiempo de pensar que “la experiencia de los esclavos negros ofrecía contrastes dentro de un sistema dado [como el porteño], y esa experiencia era variada y riquísima y convenía a indagar ahora esa misma diversidad y rastrearla en unidades espacio-temporales más acotadas” [37]. No cabe duda que la historia regional está trabajando con cuidado en esta línea y ya tenemos una ingente cantidad de resultados.
Otra vertiente fue la dedicada a historiar la abolición de la esclavitud, tema que no es tan simple como parece desde una mirada solo legalista. Iniciada por los estudios de Hebe Clementi con dos tomos dedicados a historiar este proceso [38], hubo algunos otros trabajos [39] e incluso quienes discutieron lo relativo a esa legislación sumándole atisbos de conocimientos acerca de los abolicionistas porteños [40]. Un conjunto de historiadores se ha dedicado a trabajar la presencia de los africanos en el interior del país y tenemos información basta de muchas ciudades de diferentes dimensiones y la lista es ya tan extensa que resulta imposible de citar [41].
Otro grupo de investigadores bajo el impulso de Carlos Mayo ha comenzado estudios intensos de las fuentes documentales para el agro argentino: en todos ellos, una vez superado el mito del gaucho, que movió a grandes polémicas en la década de 1970, el esclavo juega su papel y ha comemzado su estudio; la composición de la mano de obra en las estancias, estructura familiar, crecimiento demográfico, oficios. Podemos citar como ejemplos los estudios de las estancias jesuíticas por todo el país [42] y una serie de otros estudios que suponemos seguirán en el futuro entregándonos más información cuidadosa sobre los esclavos en cada estancia y asentamiento rural.
Por último, hay disponibles algunas visiones generalizadoras que han sabido sintetizar lo mejor del pensamiento reciente: el primer trabajo, el que se presentó como un nuevo pilar de la historiografía afroargentina, es el libro Los afroargentinos de Buenos Aires, escrito por George R. Andrews [43], editado primero el inglés. Más tarde otro libro, esta vez de Dina Picotti y titulado La presencia africana en nuestra identidad [44], lo que ella ha continuado con un libro tras otro hasta la actualidad y que muestra la fuerza que a tomado este proceso de rescate de la memoria. Por último, cabe citar la estadía en la Argentina de Okon Uya, como embajador de Nigeria, lo que permitió que tuviera buena difusión su libro Historia de la esclavitud negra en las Américas y el Caribe [45]. En 1993 se llevó a cabo en Buenos Aires el primer Congreso internacional de cultura afroamericana en Buenos Aires.
Y lo siguiente en el tiempo es demasiado cercano a nosotros para discutirlo, pero muestra un panorama es cada vez más alentador, al menos en cuanto a la inserción del tema en los estudios académicos e incluso en su difusión hacia la comunidad. Incluso la apertura de la investigación de los restos de la materialidad africana en Buenos Aires a través de la arqueología, iniciado hacia 1996, inició opciones de polémica sobre la presencia de rasgos culturales contestatarios, de mantenimiento de tradiciones africanas hasta tiempos tardíos y de importantes procesos de aculturación que muchas veces son complejos de ver a través de la documentación escrita [44].
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[10] Vicente Rossi, Cosas de negros (1926), Hachette, Buenos Aires, 1958, pag. 51.
[11] Salvador Canals Frau, “Los negros en la etnogénesis argentina”, Revista de Educación, N° 7, pp. 1-35, Rosario, 1956, pag 3.
[12] “Acta de libertad de una esclava por el prior del convento de San Agustín, fray Fernando Moratón (1803)” y “Venta de un esclavo perteneciente a don José de San Martín por apoderado don Pedro Advíncula Moyano”, en: Revista de la Junta de Estudios Históricos, vol. 6, N° 2, pp. 755-756 y 772-774, Mendoza, 1970.
[13] José L. Lanuza, Morenada, Emecé, Buenos Aires, 1946.
[14] Néstor Ortiz Oderigo, Aspectos de la cultura africana en el Río de la Plata, Plus Ultra, Buenos Aires, 1974.
[15] Vicente Gesualdo, “Los negros en Buenos Aires y el interior”, Historia, N° 5, pp. 26-49, Buenos Aires, pag. 33, 1982.
[16] Diego L. Molinari, Comercio de Indias: Consulado, comercio de negros y extranjeros, Documentos para la Historia Argentina, vol. VII,Facultad de Filosofía y Letras, Buenos Aires, 1916 y La trata de negros: datos para su estudio en el Río de la Plata, Facultad de Ciencias Económicas, Buenos Aires, 1944.
[17] Elena S. F. de Studer, La trata de negros en el Río de la Plata durante el siglo XVIII, Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, 1958.
[18] José Torre Revello, “Esclavas blancas en las Indias Occidentales”, Boletín del Instituto de Investigaciones Históricas, vol. VI, Nos 33-36, pp. 263-271, Buenos Aires, 1927/28; “Origen y aplicación del Código Negrero en la América Española 1788-1794”, Boletín del Instituto de Investigaciones Históricas, vol. XV, N° 53, pp. 42-50, Buenos Aires, 1932; “La nobleza de un mulato esclavo”, Nativa N° 128, pp. 13-14, Buenos Aires, 1934; “Manumisión de los negros esclavos en las Provincias Unidas del Río de la Plata”, Historia, N° 14, pág. 128, Buenos Aires, 1958; La sociedad colonial: páginas sobre la sociedad colonial en Buenos Aires entre los siglos XVI y XVII, Ediciones Panedille, Buenos Aires, 1970.
[19] Ricardo Rodríguez Molas, “El primer libro de entrada de esclavos negros a Buenos Aires”, Revista de la Universidad, N° 2, pp. 139-143, La Plata, 1956; “Algunos aspectos del negro en la sociedad rioplatense del siglo XVIII”, Anuario, N° 3, pp. 81-109, Instituto de Investigaciones Históricas, Rosario, 1958; “El negro en la sociedad porteña después de Caseros”, Comentario, N° 22, pp. 45-55, Buenos Aires, 1959; “Negros libres rioplatenses”, Humanidades, N°1, pp. 99-126, La Plata, 1962; “Condición social de los últimos descendientes de los esclavos rioplatenses 1852-1900”, Cuadernos Americanos, vol. CXXII, pp. 133- 170, México, 1962; “El negro en el Río de la Plata”, Polémicas N° 2, pp. 38-56, Buenos Aires, 1971; “Itinerario de los negros en el Río de la Plata”, Todo es Historia, N° 162, pp. 6-27, Buenos Aires, 1981; “Aspectos ocultos de la identidad nacional: los afroamericanos y el origen del tango”, Ciclos, vol. III, N°5, pp. 147-161, Buenos Aires, 1993.
[20] Néstor Ortiz Oderigo, 1974, op. Cit, pág. 27.
[21] Bernardo Kordon, “La raza negra en el Río de la Plata”, Todo es Historia, suplemento N° 7, Buenos Aires, 1968.
[22] Leslie B. Rout, The African Experiencie in Spanish America: 1502 to the Present Day, Cambridge University Press, Cambridge, 1976.
[23] Vicente Gesualdo, op. Cit., 1982
[24] Ricardo Llanes, Dos notas porteñas: la plaza y la manzana, Cuadernos de Buenos Aires, vol. XXXIII, Buenos Aires, 1969.
[25] Enrique Puccia, 1975, Barracas, su historia y sus tradiciones, edición del autor, Buenos Aires, 1975.
[26] Marta Goldberg y Laura Jany, “Algunos problemas referentes a la situación de los esclavos en el Río de la Plata”, IV Congreso Internacional de Historia de América, vol. VI, pp. 61-75, Academia Nacional de la Historia, Buenos Aires, 1966; Marta Goldberg “Mujer negra rioplatense”, La mitad del país: la mujer en la sociedad argentina, pp. 67-95, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1994; “La población negra y mulata de la ciudad de Buenos Aires 1810-1840”, Desarrollo Económico, vol. 16, N° 61, pp. 75-99, Buenos Aires, 1995; “Los negros en Buenos Aires”, Presencia africana en Sudamérica, pp. 529-608, CONACULTA, México, 1995; “Negras y mulatas de Buenos Aires 1750-1880”, Actas del XI Congreso Nacional de Arqueología, vol. I, pp. 415-420, La Plata, 1995; “Las afroporteñas 1750-1880”, Revista de Historia Bonaerense, N° 16, pp. 4-17, Morón, 1998; “Nuestros negros: ¿desaparecidos o ignorados?, Todo es Historia, N° 393, pp. 24-37, Buenos Aires, 2000, “Las afroargentinas 1720-1880”, Historia de las mujeres en la Argentina, vol. I, pp. 67-86, Taurus, Buenos Aires, 2000.
55. Carlos Mayo, “Iglesia y esclavitud en el Río de la Plata, el caso de la orden betlemita (1784-1822)”, Revista de Historia de América, vol. 102, pp. 91-102, México, 1986.
[27] Marta Goldberg y Silvia Mallo, “La población africana en Buenos Aires y su campaña. Formas de vida y subsistencia 1750-1850”, Temas de Asia y África, vol.2, pp. 15-69, Buenos Aires, 1994.
[28] Abelardo Levaggi, “La condición jurídica del esclavo en la época hispánica”, Revista de Historia del Derecho (separata), Buenos Aires, 1973.
[29] Carlos Mayo, 1986, “Iglesia y esclavitud en el Río de la Plata, el caso de la orden betlemita (1784-1822)”, Revista de Historia de América, vol. 102, pp. 91-102, México, 1986; “Mano de obra rural en las estancias jesuíticas del Colegio de Salta 1768-1770”, La historia agraria del interior, pp. 79-101, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires. 1994.
[30] M. Goldberg, op. Cit. 1995; Miguel A. Rosal, 1988, “Afroporteños propietarios de terrenos y casas BuenosAires, 1988 y “Diversos aspectos relacionados con la esclavitud en el Río de la Plata a través del estudio de testamentos de afroporteños”, Revista de Indias, N° LVI, pp. 219-235, Sevilla, 1996.
[31] Miguel Ángel Rosal, “El tráfico esclavista y el estado sanitario de la ciudad de Buenos Aires 1750-1810”, II Jornadas de Historia de la Ciudad de Buenos Aires, pp. 231-240, Buenos Aires, 1988.
[32] María Seoane, “El patronato de libertos en Buenos Aires (1813-1853)”, VI Congreso Nacional de Historia, vol. VI, pp. 403-415, Academia Nacional de la Historia, Buenos Aires, 1983.
[33] Rosal 1982, “Artesanos de color en Buenos Aires 1750-1850”, Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana, Tomo XVII, N° 27, pp. 331-354, Buenos Aires.
[34] Francisco Morrone, Los negros en el ejército: declinación demográfica y disolución, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1995.
[35] Eduardo Saguier, “La naturaleza estipendiaria de la esclavitud urbana colonial. El caso de Buenos Aires en el siglo XVIII”, Revista Paraguaya de Sociología, N° 74, pp. 45-55, Asunción, 1985.
[36] M. Rosal, op. Cit. 1996 y Lyman Johnson, “La manumisión de esclavos en Buenos Aires durante el virreinato”, Desarrollo Económico, vol. 16, N° 63, pp. 331-348, Buenos Aires, 1976; “La manumisión en Buenos Aires colonial: un análisis ampliado”, Desarrollo Económico, vol. 17, pp. 637-646, Buenos Aires, 1978.
[37] Carlos Mayo, “Inmigración africana”, Temas de Asia y África, N° 2, pp. 11-13, Buenos Aires, 1993, pag. 11
[38] Hebe Clementi, La abolición de la esclavitud en Norteamérica, La Pléyade, Buenos Aires, 1975 y La abolición de la esclavitud en América latina, La Pléyade, Buenos Aires, 1974.
[39] Alberto González Arzac, Abolición de la esclavitud en el Río de la Plata, s/datos, Buenos Aires, 1974.
[40] Ricardo Rodríguez Molas “El primer libro de entrada de esclavos negros a Buenos Aires”, Revista de la Universidad, N° 2, pp. 139-143, La Plata, 1959.
[41] Entre ellos se encuentran Catalina Pistone, Carlos Sempat Assadurian, Carlos Massini, Dora Celton, Miguel A, Birocco, Graciela Gressores, María Mari, Ana Igareta y muchos más.
[42] También es una larga lista de investigadores recientes con resultados concretos en la materia: Ángela Fernández, Carlos Page, Jeanette de la Cerda, Luis Villaroel, Oscar Albores, Judith Sween entre otros.
[43] George R. Andrews, “The Afro-Argentine officers of Buenos Aires province 1800-1860”, Journal of Negro History, vol. 64, pp. 85- 100, 1979; “Race versus class association: the Afro-Argentines of Buenos Aires (1850-1900)”, Journal of Negro History, vol. 64, pp. 19-39, 1979; The Afro – Argentines of Buenos Aires 1800-1900, The University of Wisconsin Press, Madison, 1980 y Los afroargentinos de Buenos Aires, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1989.
[44] Dina V. Picotti, La presencia africana en nuestra identidad, Ediciones del Sol, Buenos Aires, 1998.
[45] Okon Uya UYA, Historia de la esclavitud negra en las Américas y el Caribe, Claridad, Buenos Aires.
[46] Daniel Schávelzon, Buenos Aires Negra, arqueología histórica de una ciudad silenciada, Editorial Emecé, Buenos Aires, 2003.
Fuente: La ruta del esclavo en el Río de la Plata, aportes para el diálogo intercultural, Marisa Pineau
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