El Día Internacional de la Felicidad celebrado el 20 de marzo, establecido por la ONU en 2012 reconoce la relevancia de la felicidad como objetivo humano global.
Por Emilia Viaggio
En un mundo marcado por crisis climáticas, desigualdades y conflictos, hablar de felicidad puede parecer una provocación. Sin embargo, lejos de ser un ideal ingenuo, la búsqueda de bienestar en contextos hostiles ha sido un motor de resiliencia colectiva. La clave no radica en negar el dolor, sino en reconocer cómo la solidaridad humana emerge incluso en las circunstancias más oscuras.
En la reciente tragedia tras las inundaciones en Bahía Blanca, la magnitud del desastre superó la capacidad de respuesta inmediata de las autoridades, lo que puso de manifiesto la falta de planes de respuesta rápida. Sin embargo, la comunidad respondió con una ola de solidaridad ciudadana. Vecinos de zonas no afectadas organizaron cadenas humanas para evacuar a personas atrapadas, mientras que jóvenes con kayaks y lanchas particulares rescataron a familias. Además, clubes deportivos y escuelas se convirtieron en refugios temporales, y la Universidad Nacional del Sur organizó colectas masivas de alimentos y colchones.
La psicología social respalda estos gestos: estudios como los de Daniel Aldrich sobre desastres naturales confirman que las redes comunitarias reducen muertes y aceleran recuperaciones más que la infraestructura física. En Bahía Blanca, esta dinámica se repitió. Las acciones espontáneas no solo mitigaron el caos, sino que generaron un marco de contención emocional. Como reflejaban testimonios locales, la salida ante la catástrofe fue colectiva: un ejercicio práctico de tender la mano al que se tenía al lado, sin jerarquías ni cálculos previos.
Lejos de ser una celebración vacía, pensar la felicidad como objetivo humano global aún en tiempos de crisis, es un horizonte que permite mirar hacia adelante, no como un estado individual, sino como un acto de interdependencia. En un contexto hostil, no se trata de ignorar el sufrimiento, sino de entender que la acción conjunta transforma la adversidad en un espacio de dignidad compartida. Como escribió Rebecca Solnit en “Un paraíso en el infierno”, los desastres sacan lo mejor de nosotros cuando permiten que lo mejor exista. La felicidad, en este sentido, no es un destino, sino el camino que construimos al mirar al otro
