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RECORDANDO A TITA DE BUENOS AIRES

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Murió el 24 de diciembre de 2002 a los 98 años. “Me costó trabajo aprender a vivir”, dijo alguna vez la artista, ícono de Buenos Aires. La actriz y cantante Tita Merello, tan mítica que parecía eterna, dio su último adiós en la Fundación Favaloro, del barrio porteño de Monserrat, el día de Navidad del convulsionado 2002, hace ya una década. A los 98 años, concentrada en la soledad y la religión, aquella anciana de carácter difícil estaba muy lejos ya del personaje de arrabalera que había construido para el público que la amaba en el cine, el teatro y, posteriormente, la TV.

La actriz y cantante Tita Merello, tan mítica que parecía eterna, dio su último adiós en la Fundación Favaloro, del barrio porteño de Monserrat, el día de Navidad del convulsionado 2002, hace ya una década. A los 98 años, concentrada en la soledad y la religión, aquella anciana de carácter difícil estaba muy lejos ya del personaje de arrabalera que había construido para el público que la amaba en el cine, el teatro y, posteriormente, la TV.

Por decisión de sus familiares y amigos no se realizó velatorio, pero se recuerda que el paso de sus restos por la Iglesia de San Pedro Telmo, en Humberto I y Balcarce, transformó el lugar en un atolladero a causa de los miles de personas que habían concurrido para rendirle homenaje.

Nacida el 11 de octubre de 1904 en un conventillo del barrio de San Telmo, Laura Ana Merello –tal su verdadero nombre– tuvo una niñez dura, que la llevó a trabajar desde los diez años, hasta que inició su carrera artística en la segunda década del siglo en los teatros de revista.

Se dice que había debutado en la compañía de Rosita Rodrigo –que presentaba en el Teatro Avenida Las vírgenes de Teresa, una seguidilla de números cómicos y musicales picarescos– y que fue abucheada al entonar una canción.

Luego trabajó en locales de la calle 25 de Mayo, donde era figura Florencio Parravicini y muchas artistas mujeres evitaban porque era una zona poco recomendable, entre antros de prostitución y marineros que llegaban desde Puerto Nuevo.

Frontal en su trato y dueña de una personalidad desbordante, se convirtió con el tiempo, a fuerza de sufrimiento, trabajo, talento y voluntad, en una artista muy respetada y querida y en un símbolo de la mujer moderna de su tiempo, independiente y comprometida con las circunstancias sociales que le tocaron vivir.

“Me costó trabajo aprender a vivir, pero aprendí a leer y a pensar por mi cuenta; si fuera verdad que la inteligencia se desarrolla mejor cuando encuentra resistencia, yo tendría que ser la mujer más inteligente del mundo –decía con ironía–, fui resistida y resistente.”

Ya consagrada en la calle Corrientes, grabó su primer tango en 1929 y luego otros en los que cantó acompañada por la orquesta de Francisco Canaro. Fue autora de la letra de “Llamarada pasional”, con música de Héctor Stamponi, y de “Decime Dios, dónde estás”, musicalizada por Manuel Sucher. Participó en el que por mucho tiempo se consideró el primer largometraje sonoro del cine argentino, Tango, de Luis José Moglia Barth, en 1933, en el que debutaba un joven llamado Luis Sandrini, el hombre que iba a ser el amor de su vida.

Tita había sido, por oportunidades y decisión propia, una mujer de muchos amores, pero la llegada de Sandrini a su vida marcó un antes y un después: la pareja apareció en cuanta revista de chismes había durante casi 20 años y hasta que la actriz Malvina Pastorino irrumpió ante el cómico.

Actuó luego en La fuga, La historia del tango, Morir en su ley, Filomena Marturano, y Arrabalera, en la que sobre una obra de Samuel Eichelbaum inmortalizó su frase cantada “Soy Felisa Roverano, tanto gusto, no hay de qué”.

Entre otros títulos rodó Los isleros, Guacho y Mercado de Abasto, todas de Lucas Demare, Para vestir santos, de Leopoldo Torre Nilsson, La morocha y Amorina, ambas de Hugo del Carril, y Los hipócritas, una de sus tantas colaboraciones con Enrique Carreras.

Caída en desgracia por su adhesión al Peronismo a partir del golpe de Estado de 1955, entró en una profunda depresión y se dice que pensó en el suicidio, pero la intervención de su amigo Hugo del Carril sirvió para que poco a poco resurgiera de sus cenizas.

Ya mayor, era una severa consejera televisiva que urgía a las jóvenes para que se hicieran un papanicolau y periódicas revisiones de senos para la detección temprana de un posible cáncer, algo que sólo ella podía hacer en la timorata TV de entonces.

Casi centenaria, la llamada “Tita del Pueblo” o “Tita de Buenos Aires”, se había refugiado en una habitación de la Fundación Favaloro, donde su titular era su protector y guía, pero la muerte del profesional fue un golpe demasiado fuerte para ella.

Los médicos se habían alegrado de que Tita llegase a los 98 “sin enfermedades, más allá de las típicas dolencias de la edad”, pero el tiempo pasa para todos y aquella mujer, que a muchos les sonaba eterna, no tuvo más remedio que emprender el último viaje.

Tiempo Argentino

 

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